Si hay algo que hemos aprendido del cine de los 70 es que nunca nos embarquemos en ningún tipo de viaje de lujo. Las películas de aquella década fueron diligentes en advertirnos de los peligros de los cruceros, de los ferrocarriles transcontinentales y de los aviones de pasajeros. Y en buena medida, se encargaron de recordarnos los riesgos de los enjambres y de los edificios muy altos. Es verdad que el éxito de Aeropuerto (1970) allanó el camino a una serie de películas que pusieron de moda el cine de catástrofes: historias suficientemente agradables y corales llevadas a cabo por su elenco estelar, con un peso dramático, sin volvernos loco, pero lo justo para agregar un polvillo de trascendencia a los tejemanejes.
Era la década de 1970, la última Edad de Oro del cine de Hollywood, con la contracultura de Easy Ryder completando los años 60. Es el momento en que surgen unos autores brillantes, rebeldes y libres, Ashby, Scorsese, Coppola, Scharder y algunos modernos mocosos de la «escuela de cine». Pero esta película sería la última hornada de viejo Hollywood que hace aguas, igual que le pasaba a nuestro barco, y que trataba de preservar esos valores de la vieja escuela (lo vemos, por ejemplo, en el personaje de Hackman, que incluso es recompensado con el profundo enamoramiento de la sexy de 19 años Pamela Sue, como efecto de su fuerte liderazgo).
Es posible que la película -la segunda más taquillera de 1972 (la primera fue El padrino)- no superase tan bien la prueba del tiempo más de cincuenta años después. Sobre todo porque una nueva generación de cineastas (Spielberg, Cameron) llevan demostrando que existe otra forma de presentarlas. Pero este primer título de un interminable ciclo de epopeyas sobre el desastre de Irwin Allen, sigue siendo el más querido de todos dentro de un género menospreciado: un placer culplable que en realidad no lo es tanto.

La historia. Los personajes.
El argumento es bien sencillo. Un enorme trasatlántico queda boca abajo como consecuencia de una gigantesca ola solitaria y se va hundiendo poco a poco. Un grupo de supervivientes intentarán lllegar hasta lo más alto del barco (o eso al casco) para salvar sus vidas. Su director, Ronald Neame, va directo al grano. Emplea los primeros veinte minutos en presentarnos a estos personajes, los cuales quedan perfectamente trazados. Después se mete de lleno en la tragedia y desde entonces, no da un respiro al espectador.
En este sentido, dos de los grandes aciertos de la película son el escenario, convertido en un laberinto mortal para el grupo de supervientes y el personaje de Gene Hackman, un predicador con una filosofía muy curiosa y alejada de los otros predicadores: Dios no te va dar nadie ni nadie te va a ayudar, debes salvarte a tí mismo por tus propios méritos. Tal actitud convierte al personaje en el líder, incluso por encima de su dogma, un hombre con dos cojones aunque sin renunciar a su amor por Dios.
Otros dos personajes resultan inolvidables: el de Shelley Winters, quien fue nominada al Oscar por su papel, el de una mujer madura bastante perspicaz que además es una excelente nadadora. Ella protagoniza una de las escenas míticas dentro del cine de catástrofes: aquella en la que bucea más de 20 metros con tal de buscar una salida, con un suspense bien dosificado. Y el de Ernest Borguine, el policía terco y cascarrabias pero de buen corazón.

Ronald Neamy y Harold Stine.
El productor, Irwin Allen -el considerado rey del cine de catástrofes- puso al frente a un experimentado director inglés -antiguo productor, guionista y director de fotografía de David Lean- y este ya dio un aviso a navegantes: «Cuando terminemos vais a odiarme», les dijo al elenco principal. Y la verdad es que tuvieron que rodar en plan de largas secuencias para que no se rompiese la continuidad: se manchaba la ropa, les hacían subir por no sabría donde, bucear, se lesionaban y los actores terminaban agotados después de cada jornada de rodaje. Pero aunque hoy se vea con un poco de ingenuidad todo aquella, la verdad es que el resultado es más que decente. No por casualidad se obtuvo el Oscar a los Mejores efectos visuales, lo que fue un complejo trabajo conjunto del equipo. Se montó tanto la escena del salón en la fiesta hasta se utilizó un giroscopio para mover las cámaras y dar la sensación de inestabilidad.
En el aspecto visual cobra protagonismo el cameraman Harold Stine, cuyo trabajo se hace más interesante una vez haya sufrido la catástrofe. Pero recurre a una serie de trucos para solventar algunas secuencias, como el uso del zoom para ir de un plano general a un plano detalle.

