Si eres un entusiasta del cine del Oeste pero buscas algo distinto a lo que se ha llamado western épico y tienes tres horas sin nada qué hacer, esta podría ser una buena opción. Eso sí, la película vale hasta el último minuto que verás en pantalla. Un western revisionista, antes de que éste se popularice este estilo, dirigida por William Wyler el cineasta “sin estilo” que llegó a acaparar un buen puñado de obras maestras en su haber y el de mayor número de nominaciones al Oscar hasta Spielberg. En este sentido, “Horizontes de grandeza” parece un clásico del género pero no lo es, en absoluto.
Arranca con la vitalista y envolvente música de Jerome Morosss, una de las partituras más famosas del western, acompañando a una diligencia –en tono sepia- que se abre camino por el espacio abierto del desierto, pero cuando esta misma diligencia llega a su lugar de destino baja un hombre atípico, que desconoce el territorio al que acaba de llegar, sin armas y usando una educación al estilo de “Matar a un ruiseñor”. Hablamos de Gregory Peck. Su personaje, Jim McKay, es un capitán de barco de Baltimore retirado, recién llegado al polvoriento y salvaje Texas para reunirse con su prometida Pat (Carrol Baker, la Baby Doll de Elia Kazan). Su futuro suegro es un terrateniente tan poderoso e intrigante como su rival, el ranchero Rafe Hannassey, mientras que tendrá sus más y sus menos con el arrogante capataz Steve Leech (Charlton Heston) que cree que Pat debe ser suya.

Es la película que mejor refleja la identidad política –de izquierdas- de su director, mejor incluso que “Los mejores años de nuestra vida”, con las tensiones de la Guerra Fría como telón de fondo – a pesar de que Eisenhower la considerase su película favorita- y un héroe atípico lanzando a un conflicto que no comprende con los buenos modales y lo moralmente correcto como principales armas. Pero el cineasta hace también gala de la psicología de sus personajes –contrastada con el paisaje- y la diferenciación social.. El agua no era el motivo de enfrentamiento entre los Terryll y los Hannassey, sino la división social y de clase entre ellos. Los Terryll –que eran ricos y elegantes- llamaba al clan rival –“la basura local- mientras que Rafe Hannassey –mucho más humildes, viviendo en cabañas de madera- señalaba a a Henry Terryll como “un zorrillo de alto puntaje”. Pero junto a este tema, habría otro recurrente en su cine. Este sería el de los “territorios disputados” y no por casualidad, Wyler habría nacido en la fronteriza Alsacia, lugar en disputa entre Francia y Alsacia. Durante décadas, los dos viejos rancheros se han enfrentado por el control de un tercer rancho por el que pasa el único río de la ciudad: de esta forma, podría dejar sin agua al ganado del otro. Pero su propietaria, la maestra local (Jean Simmons, Varinia en “Espartaco”) supo ganarse el respeto de ambas familias que llevaban sus respectivos ganados a beber en los meses más secos.
A diferencia de los pistoleros habituales del género, Jim ofrece una alternativa reflexiva y pacifista, siendo un héroe que no tiene nada que demostrar. El Mckay de Gregory Peck es tan hábil con el caballo, los puños o las armas pero solo lo muestra cuando es estrictamente necesario. Dos escenas destacan en este sentido. Cuando llega por primera vez al rancho Terrill, el capataz Leech hace todo lo posible para que monte al indomable Old Thunder. “En otro momento”, le responde a modo de evasiva, decepcionando a los espectadores. Pero una vez lejos de las miradas indiscretas el personaje de Gregory Peck lo montará una y otra vez, tirándole al suelo en repetidas ocasiones para levantarse, quitarse el polvo de encima e intentarlo una vez más. La otra escena resulta similar. La tensión entre Steve y Jim llega a un punto crítico pero Peck se niega a pelear frente a los espectadores incluso sabiendo que eso sería una muestra de cobardia ante los ojos de su prometida. Solo cuando la noche cae sobre el rancho, accede a una pelea privada. Lo curioso de esta escena es que no está rodadad con la grandeza característica del género sino a través de planos medios y largos situando a los personajes como figuras estampadas en medio de la inmensidad del paisaje.


Un poco de historia del proyecto.
William Wyler, Willy como le solían llamar, había llegado a Hollywood de la mano de un primo de su abuela, Carl Laemme, el mandamás de la Universal, uno que se hizo famoso por elevar el nepotismo a una forma de arte. Sus trece primeras películas –sus tres primeros años como director- los pasó filmando westerns de dos bobinas (es decir, de unos 20 minutos de duración), siendo la película que nos centrá su última incursión al género, filmada en un momento dulce del director, entre “Friendly Pursuit” con la que habría ganado la Palma de Oro y de ambientación del Oeste (La Guerra Civil)- y “Ben-Hur”.
De por medio, Gregory Peck había protagonizado Duelo en Ok Corral, western de rodaje desastroso y “Vacaciones en Roma”, la clásica comedia de su amigo Wyler, por lo que quiso llevar el mismo el peso de la producción, junto al cineasta, cuando encontró la historia adecuada. Una que aparecía en un periódico, a modo de serial, de un tal Donald Hamilton, nombre que el autor de estas líneas reconoce no haber oído jamás. De esta forma, con el paraguas que le brindaba la United Artist, sacaron la película adelante a través de sus respectivas productoras –Word Wide Productions, de Wyler, y la Anthony Productions, de Peck, llamada así por su hijo recién nacido. Pero el principal escollo que encontraron fue en el guión (llegando a aparecer hasta tres guionistas acreditados).

La opción visual de la película venia de la mano del formato panorámica y anamórfico de pantalla ancha, de moda en los años cincuenta entre todas las grandes superproducciones que se preciasen. Se trata de los 35 mm de Cinemascope de la que surgieron variaciones como la de VistaVisión de la Paramount o el Technirama, con la que se rodó esta película, y otras como El Cid o Rey de Reyes, pero con una vida útil muy, muy corta.
Mientras que en la forma de trabajar del director encontramos el principal enfrentamiento entre el cineasta y la estrella (y coproductor) Gregory Peck. William Wyler se hizo famoso en Hollywood por la veintena de tomas de cada escena. Sin embargo, el principal problema era que no solía dar ningún pie a los actores, lo que realmente les frustraba: les decía “repítelo” o “hazlo mejor esta vez”, pero nada más. Normal que Walter Pidgeon le llamase “Ciento Dos Tomas Wyler” y la gran pelea entre Peck y el director que dejaron de hablarse a mitad de rodaje y no volvieron a coincidir en años.
A pesar de todo, estamos ante una de las grandes películas de todos los tiempos.
