Ruben Ostlünd regresa al cine (y a los Oscars) con otra recreación de su particular y ácida forma de entender el mundo. Uno, en los que suele partir de dilemas morales, tal y como lo veíamos en Fuerza mayor, en la que un padre abandonaba a su hijo en plena avalancha. Demostrando, eso sí, que el cine europeo sigue siendo mucho más hiriente y arriesgado que Hollywood aunque aúna en sus películas lo mejor de ambos mundos, el carácter desinhibido y provocador del cine de autor europeo con a la habilidad del cine americano para conectar con los espectadores.
En esta ocasión no es el arte, ni tampoco unas vacaciones en una estación de esquí, sino la moda y los excéntricos multimillonarios los temas que están en el punto de mira de su cámara. La audaz y surrealista sátira convierte en un idílico crucero y a una isla “desierta” en un extraño y disfuncional lugar que funcionaba a modo de “nave de los locos”, utilizándose los medios de transporte y los lugares aislados como metáforas de la existencia humana y la lucha de clases. Un espectáculo provocador con momentos de locura, mostrándose a los súper ricos de forma satírica a través de una pareja de influenciers y de un alcoholizado capitán de un crucero, que le gusta citar a Marx (Woody Harrelson), en donde se desarrolla buena parte de la historia.
Lo mejor de esta película secuencial o en capítulos se encuentra en el primer segmento. La verdad es que lo mejor de la película sucede en los primeros minutos. Un modelo llamado Carl sale de una audición con la idea de que su carrera ha tocado fondo. Alguien le ha hecho un comentario muy mezquino sobre su “triángulo de la tristeza”: la zona del ceño fruncido justo encima de las cejas, y más tarde, tiene una pelea con su novia, una modelo de Instagram, Yaya, que egoístamente espera qué él pague la cuenta. Tal vez para compensarle, ella llevará a su chico a un crucero de lujo que les resulta completamente gratis –cortesía de sus millones de seguidores- donde conocerán a todo tipo de súper ricos disfuncionales y groseros. Por supuesto que queremos verlos castigados y humillados. Pensemos en El sentido de la vida de los Monty Python, pasado por el tamiz del Lars von Triers más juguetón y con una estética de anuncio de perfume. Como un anuncio de Chanel número 5 pero con una mezquindad catártica y divertida.


«Un ruso capitalista y un americano comunista en un yate de doscientos millones de dólares»
Los mundos de Ostlünd.
“El triángulo de la tristeza” podía formar parte de un programa doble con Fuerza mayor, otra película de desastres. Pero sus tres últimos trabajos cuentan con numerosas similitudes. Por ejemplo, se ambientan en entornos exclusivos: una lujosa estación de esquí, el mundo del arte y un crucero para ricos. También comparten los característicos prólogos en donde nos muestra una idea que no termina de germinar en la película. En nuestro caso, Carl y Yaya son una pareja de modelos que se encuentran al final de una lujosa cena. Nos hace ver que la factura lleva el tiempo suficiente en la mesa como para que Carl se dé cuenta que ella no tiene intención de pagar. De nuevo los teléfonos móviles tienen una gran importancia en sus películas –reconstruye una ola de crímenes reales en donde unos jóvenes extorsionan a otros con el fin de que les entregasen sus teléfonos; en The Square, el robo de un teléfono móvil era el punto de arranque, y aquí el leitmotiv de Yaya durante su travesía en el crucero. De nuevo situamos en una cena –esta vez “la del capitán”, en plena tormenta- es donde estalla el caos de la película y sus personajes vuelven a ser humillados por Ostlünd en la pantalla. Otro teatro de la crueldad y la humillación pública como sucedía en la secuencia del hombre/mono.
Y de nuevo encontramos la misma división de razas y clases; por supuesto, los personajes de color empobrecidos son amenazantes y propensos a la violencia: los “piratas” que asaltan el crucero; el empleado del yate que es confundido con uno de esos piratas o la limpiadora asiática –que liderará a los supervivientes en la isla-.

Y Ostlünd vuelve a rodar con su particular estilo frío y distante (sus movimientos de cámara desde atrás o los planos medio fijos) que le emparentan con el cine de Haneke o Kubrick. Es curioso como en el cine europeo los planos fijos o los travelling están rodados con una “cuestión moral”, parafraseando a Godard. Las tomas mantienen una composición generalmente amplia y por lo general en plano fijo, encerrando a sus personajes en el encuadre como si estuvieran en una prisión. Los espectadores sufrimos, esperando que ocurra alguna tragedia en cada secuencia. De hecho, cuando la cámara se mueve es para enfatizar el agobio espacial. Aunque a veces hay momentos en los que se relaja la ansiedad narrativa para mostrarnos a los personajes de forma juguetona.
Es una película que se postula contra la cultura de la moda o la insipidez de los influencers que se mueven en las redes sociales como peces en el agua o como peces drogados atrapados en un barril, por el surrealismo sin garra y la comedia histérica. Con mensaje incluido, Karl Marx mediante: que todo poder corrompe y quien lo tiene suele tratar a las personas menos privilegiadas como meras mercancías.
Pero que ésta ganase la Palma de Oro podría formar parte del argumento de cualquiera de sus películas. ¡Por fin gana en Cannes una historia en la que los personajes se vomitan y defecan entre ellos, y no, una húngara en blanco y negro, rodada en plano secuencia! Pero lo cierto es que el festival de la Croisset tiene un largo historial de excentricidades en su palmarés o fuera de concurso. Y ese mundo de egos desbocados que no es otra cosa que un festival de cine podría servir perfectamente del escenario de uno de sus guiones.


Carantoñas al estilo Balenciaga.