Es raro el año en el que no veamos en pantalla grande algún destello nostálgico y personal por parte de aquellos cineastas que buscan inspirarse en su profesión y sobre todo en sus recuerdos cinematográficos más íntimos. Lo veíamos en Dolor y gloria (Pedro Almodóvar), en Belfast (Kenneth Brannagh) y en una infinidad de títulos. Steven Spielberg ha sido el último en mirarse en el espejo para encontrarse con esa película que le hizo amar el cine ante todas las cosas. Sin embargo, muchas de estas suelen fallar al recrear una orgía excesiva de nostalgia, lo que sucede, por ejemplo, en la “Babilonia” de Damien Chazelle. Lo que sucede en este caso es que Spielberg es tan consciente de sus orígenes cinematográficos que estos emergen como si de la sesión de un psicoanalista se tratase; rescatándose muchos de los temas ya conocidos de su infancia (la ansiedad por la separación de sus padres o la redención a través del cine) para este capricho personal que está deslumbrando allá por donde pasa.
Sammy Fabelman vive en una familia judía cuyo hogar se desintegra poco a poco, situado entre un talentoso genio pero que apenas muestra sus emociones (un Paul Dano en estado de gracia), a punto de mudarse a California, y una desconsolada madre (Michelle Williams), una pianista en ciernes que es todo emoción y cuyas piezas de Bach o de Satie acompaña los estados de ánimo de sus personajes. En estos momentos es cuando arranca la historia, situándonos en Nueva Jersey en los años 50, cuando este joven alter ego de Spielberg conoce la magia del séptimo arte a través de una película de Cecil B. Demille. Cualquiera que se hubiera acercado a muchas de sus entrevistas, sabrá que una de esas películas formativas fue “El mayor espectáculo del mundo” cuya escena del aparatoso accidente de tren fue homenajeado por el muy spielbergniano JJ Abrams en “Super 8”. Desde entonces, el joven Sammy intentará recrear de mil formas posible esa escena ayudado de una cámara de 8 mm.

Con la ayuda de su padre, sus hermanas y de sus entusiastas amigos, consigue recrear tiroteos en un paisaje de desierto cercano a su casa para luego llevar esas escenas filmadas a su sala de montaje situado en su dormitorio. Sus pases se llenan de aullidos de alegría cuando sus amigos se descubren en la pantalla. Más tarde, se venga con la cámara de unos matones que le acosan o se encarga de filmar la salida deportiva de su escuela en la playa; cuando descubra una faceta de su inmenso talento: una cámara no solo sirve para inmortalizar los recuerdos de una forma bella sino que permite manipular emociones, cortejar a posibles romances o mostrar la mejor faceta de uno mismo. Es decir, descubre la magia del cine. Y es aquí donde nos cuenta algo que sabíamos del cine de Spielberg, que suele huir de la sexualidad femenina para mostrarnos los códigos masculinos de Hollywood (los ataques del tiburón y de los dinosaurios, las batallas o los extraterrestres). O que sus películas no eran precisamente un simple “escapismo”, incluso en sus amables alegorías de ciencia-ficción como ET podemos descubrir muchas de sus desgarradoras memorias personales. Al fin y al cabo, las revelaciones de cualquier creador parecen más auténticas cuando pretenden pasar inadvertidas, emergiendo en el inconsciente de su obra. Eso es lo que hacen esas películas de autoficción, de inspiración autobriográfica o queramos llamarla. Un particular “bildungsroman” que concluirá cuando Sammy Fabelman conozca a su mentor cinematográfico, John Ford (interpretado por la otra leyenda del cine David Lynch, en un curioso cameo). “Recuerda esto, un horizonte bajo es interesante, un horizonte alto es interesante. Un horizonte en el medio es un auténtico bodrio”.

“Los Fabelman” sería una euforia nostálgica en su estilo más clásico y Spielberg lo hace sin recurrir a esos efectos especiales o a los trucos que a veces brillan en algunas de sus películas. De hecho su personaje ni siquiera se preocupa de experimentar: busca la forma de narrar lo más simple posible. Incluso el joven Sammy corta su primera película con pequeñas tiras unidas manualmente y luego reproducidas en un editor analógico. Uno diría que Los Fabelman es una de esas películas que atraerá al espectador que amó ese tipo de cine y tendrá razón.
