Se apagan las luces de la sala y comienza el espectáculo. Aparece Elvis Presley, quien fue y será para siempre una de las legendarias figuras del rock and roll, y quien pedía a gritos un biopic a su altura. Ya lo avanzo desde el principio: esto no se ha logrado a pesar del boato y de las críticas tan vehementes desde el lado español, al parecer empeñado en llenar las salas de cine, alabando una película que la crítica americana ha puesto por los suelos. Y con razón. Un film sobre su “vida” y “música” (interpretado por un desconocido para este cronista como es Austin Butler) a través de la complicada relación que mantuvo con quien fue su manager, un tal coronel Parker (Tom Hanks), que sirve de narrador mefistofélico de la historia. Lo dirige Baz Luhrman como un barroco biopic capaz de empequeñecer a Bohemian Rhapsody y Rocket Man, e incluso a la suntuosa y fracasada serie sobre el hip-hop “The Get Down” que Netflix canceló tras once capítulos y un presupuesto de más de 100 millones, dirigida el propio cineasta australiano.
Pensemos en la olvidada película homónima que John Carpenter filmó para la televisión en 1979, con Kurt Russell como Elvis Presley; al menos, al papel la de Baz Luhrman como el capitán de un proyecto sobre el Rey del Rock and Roll” sea la mejor opción. Sabe crear grandes espectáculos, que sean excesivos y apabullantes. Y la verdad es que “Elvis” supone otra ración explosiva de destellos y música que resulta tan frenética como fuera de tono. Es un enfoque extraño de su música en la que el Rey, evidentemente, mueve la pelvis y trastorna a la juventud estadounidense, pero parece que el cineasta no conoce de su obra, su música real, más allá de los quince segundos que pone de promoción Spotify.
La película va de los orígenes hasta el final de su vida. Se detiene a contarnos cómo ese insatisfecho y solitario “chico blanco” tomó prestado música negra para crear su propia visión del rock and roll. Lo vemos de niño colándose en la carpa de un predicador afroamericano o escuchando a Arthur “Big Boy” cantando “That´s All Right Mama”, al ritmo de un blues que el propio Elvis transformará en su propio estilo; pero también su amistad con BB King. Su romance y futuro matrimonio con Priscilla, sus conciertos, cómo el cine y la televisión moldearon la imagen de este icono, sus problemas con las mujeres, los medicamentos o el alcohol… pero vaya por delante: “Elvis” no es un biopic. O por lo menos no uno al uso. De ahí que todo resulte muy superficial. De hecho, la esencia de su vida (ascenso, caída y todo lo que habría en medio) podría escribirse en el dorso de una servilleta de papel, dejando el resto de las 2 horas y media a un sueño febril de lo que sería Elvis Presley.

Un cine escandalosamente glamuroso.
“Teatro, circo, cine: para mí todo es uno”.
Baz Luhrman.
Esta sería una declaración de intenciones de un director que busca en su cine la energía, el colorido y el espectáculo en todo momento llegando al punto que muchos espectadores lo consideren teatral y caótico. Si se mira con perspectiva, sus películas suelen estar ambientadas en pequeños mundos cerrados y aislados. Suelen ser historias simples que tienden a regalar el final al principio de la película (atentos que sucede también con Elvis), lo que hace que quieras visionar con tal de saber cómo llega a ese final. Y cuando las palabras fallan, la música crea una experiencia cinematográfica apabullante.
Baz Luhrman utiliza un estilo posmoderno en todas sus películas con tal de crear una experiencia visual única. Pero esa combinación de la cultura pop con secuencias hiperbólicamente coreografiadas resultan ser una distracción para el espectador. La mayoría de sus películas han aportado una conciencia teatral posmoderna y rejuvenecedora a mundos literarios y culturales que tradicionalmente estaban esclavizados a una visión naturalista. Pensemos en Romeo y Julieta de Shakespeare o el Moulin Rouge, aquel famoso cabaret parisino de la Belle Époque. De esta forma, traslada hitos del pasado a la más rabiosa contemporaneidad. En Moulin Rouge, por ejemplo, el cineasta australiano tomó los escenarios del París del siglo XIX y la cultura pop del XX para diseñar un efervescente frenesí audiovisual. Ahora llega Elvis, y de nuevo Luhrman desata la locura con otras ruinas del pasado –las luces y sombras de uno de los mayores juguetes rotos de la historia de la música- a través de otro espectáculo apabullante y explosivo.

Solo habría que fijarse en 1968. Elvis Presley fue dar un espectacular concierto el Hotel Intercontinental de Las Vegas. Lo hacía acompañado de una gran orquesta pero tenía la suficiente energía para convertirse en el rey del escenario. No es casualidad que nos situemos en el año de los asesinatos de Luther King y Bobby Kennedy porque se trata de una película terriblemente amarga sobre el control de los destinos del Sueño Americano. Elvis nació para transformar la música country y la música negra, y para llevar el rock and roll a unas cimas inimaginables. Pero en los años sesenta, se convirtió en la imagen de unas películas de segunda fila y en el icono que la televisión pudo moldear. Para colmo, su manager le habría encerrado en una jaula de oro, convirtiéndolo en una prolongación de Las Vegas.
Al final nos quedamos con una película que se ha pasado de revoluciones, pero que mantiene en un 95% de su metraje un tono monocolor. Uno en el que todo es hiperbólico, excesivo y barroco. Si existiese un tipo de biopic para la era del Tik-Tok esta sería el título de cabecera. Un collage audiovisual tan barrocamente apoteósico como vacío de contenido.