El juez de la horca. Una extravagante elegía del Far West.

Un forajido harto de malvivir y deambular por el Far West, decide instalarse en una pequeña ciudad de Texas, justo donde un río marca la frontera con la civilización y transforma el prostíbulo local en los Juzgados. Se autodenomina “la justicia al oeste del río Pecos”, armado de un revólver y de una soga, jactándose de conocer las leyes por el hecho “de haberlas quebrantando todas a lo largo de su vida”. Este es el argumento de una de las películas más personales (y subestimadas) de John Huston, con un guión rico en personajes, e increíblemente dinámico a cargo de John Milius.

Dejando a un lado sus aportaciones al Oeste, como punto de partida de “El tesoro de Sierra Madre” o  «Vidas rebeldes», Huston se enfrentó con el western en dos ocasiones: el retrato trágico de «Los que no perdonan» y el film de una insólita narración con un profundo sentido del humor en “The life and times of judge Roy Bean”  o como se conoce en español “El juez de la horca”. Estamos en 1973, entre la magnífica Fat city y la irregular El hombre de McKintosh, las tres colaboraciones del trío Huston-Newman-Foreman. Pero el proyecto nació con John Milius, entonces un prestigioso guionista que logró labrarse un gran éxito gracias a su libreto anterior de “Las aventuras de Jeremías Johnson”, y que quiso debutar con este proyecto en la dirección. Pero el productor, John Foreman, quería a alguien con más experiencia y fichó a Huston, lo que enemistó para siempre con John Milius que vio traicionado su trabajo por los “destrozos” que hizo el cineasta en el guión.

“Un western de Beverly Hills”.

De esta forma, se pronunciaba el futuro director de “Conan”: “Se ha convertido en un western de Beverly Hills. Roy Bean es un hombre obsesionado. Es como Lawrence de Arabia. Se sienta en el desierto y tiene una gran visión de la ley y el orden y la civilización y mata gente y hace cualquier cosa por el progreso. Así que lo hicieron más lindo. Cambiaron un western sobre la codicia y el poder por un western donde Andy Williams canta una canción y el juez y su chica y un oso mascota se van de picnic. Es increíble”. Milius se refería a la canción “Marmalade, Molasses and Honey”, nominada tanto al Globo de Oro como al Oscar, la única candidatura de la Academia de la película.

En pocos años se rodaron extravagantes revisiones del western como “Dos hombres y un destino” o “Las aventuras de Jeremías Johnson” situadas entre la realidad y el mito, pero como decía John Ford entre la historia y la leyenda, nos quedamos con la leyenda. Roy Bean está basado en un personaje real,  un forajido y extravagante juez que demostraba que en un lugar tan anárquico como el Salvaje Oeste la justicia solo podía venir de personajes tan extraños como éste.  Ya habría dado pie a una película anterior: “El forajido” (William Wyler, 1940) en la que Walter  Brennan nunca estuvo tan bien dando vida al pintoresco Roy Bean, que le dio su tercer Oscar, un sinvergüenza que sentía devoción por la bella Lily Langtry hasta que un vagabundo, Gary Cooper, acabó matándole. Ambas películas fueron fruto de si época. Aquel film con un tono amable y una fotografía nítida de Gregg Toland, mientras que el de John Huston estaba marcado por el cinismo que trajo la Guerra de Vietnam pero también los westerns modernos de Sam Peckipah o Sergio Leone.

Pero en el film de Huston hay mucho del sentido cómico del Bucht Cassidy que interpretase Paul Newman. De hecho, la citada escena de la chica y el oso podría recordar a la famosa secuencia en la que Cassidy montaba en bicicleta con Katherine Ross, a ritmo de una preciosa canción.

E igualmente, la película se siente sin trama y episódica, casi experimental, como “The King of Marvin Gardens”, de la misma época, aunque en el film de Bob Rafelson con Jack Nicholson –que en España se conocería como “Castillos de arena”-  la narración episódica funciona muy bien mientras que en el de Huston resulta muy extravagante.

Es un film extravagante y encantador, aunque a veces tenga esa impresión inconexa y delirante. A la que puso música Maurice Jarre y la fotografía estuviese en manos de Richard Moore, aquel ingeniero que crearía el sistema Panavision en los años cincuenta, aquel formato de pantalla ancha vinculado al Cinemascope y por supuesto al western. Moore decidió trabajar como director de fotografía, sobre todo para sus amigos, entre ellos, John Huston en esta y en la futura “Annie”, moviéndose entre los interiores oscuros y los exteriores fuertemente iluminados con unos toques sepia.

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