“Todas las preguntas y respuestas de la vida se encuentran contenidas en El tesoro de Sierra Madre”.
Paul Thomas Anderson.
Contaba Paul Thomas Anderson que mientras preparaba “Pozos de ambición” (There Will Be Blood), solía revisar la película que John Huston firmó en 1948, y que le reportó dos Oscars, por adaptar la novela de B. Traver y como director, mientras que una tercera estatuilla recaía en su padre Walter Huston. Demostrando que “El halcón maltés” (1941) no surgió por casualidad sino que estábamos en los inicios de uno de los grandes cineastas de todos los tiempos; uno que incluso terminó su carrera casi mejor que como empezó con la magnífica “Los dublineses”. Pero esa sería otra historia.
Estamos ante un cine de aventuras, género que le acompañó a Huston todo el tiempo tanto en lo profesional como en lo personal, con una vida completamente cinematográfica. Fue boxeador, sirvió en la caballería mexicana, participó en la Segunda Guerra Mundial, vivió en París como pintor ambulante y en Escocia para curar unas heridas; se casó cuatro veces, la última con un caimán (si tomamos por cierta su biografía) y se midió con los puños con cualquiera que le retase. Se cuenta una anécdota: David O. Selznick solía organizar partidas de póker y fiestas en su mansión. En una de ellas, Errolt Flint y John Huston fueron invitados con sus respectivas esposas pero en un momento de la noche desaparecieron para encontrárselos a ambos en el patio de la casa. Se habían pegado y Huston estaba tendido en el suelo, sobre un charco de sangre y con las costillas rotas.
El corazón de las tinieblas del oro.
Efectivamente, “El tesoro de Sierra Madre” ahonda en los corazones de las tinieblas de sus personajes. El film es tanto una aventura sobre buscadores de oro en México como un viaje a los oscuros lugares donde la codicia corrompe a los hombres hasta dejarlos vencidos por la paranoia; una aventura que, como decimos, Huston imaginó en la línea de Joseph Conrad. Pero la película no es un cuento moral sino el retrato de una serie de personajes sometidos a la codicia cuando la promesa de una riqueza se convierte en un deseo enfermizo de avaricia. Para interpretar a Fred C. Dobbs pensó en una de las estrellas de la época, Humphrey Bogart; para el vagabundo, contrató a Tim Holt quien en 1946 encarnaba a unos de los hermanos Earp, junto a Henry Fonda, en “My Darling Clementine” (John Ford), mientras que para el anciano le reservó el papel a su padre. Su personaje da con la clave de la película: “Sé lo que el oro puede hacer al alma de los hombres”. Lo pronuncia Howard, cuya interpretación es una obra maestra a cargo de Walter Huston. Escuche cómo habla, rápido, sin pausa, e incluso hace un famoso baile cuando finalmente encuentran el oro.

John Huston había dejado atrás la guerra cuando llamó a su amigo Humphrey Bogart para su nuevo proyecto. El famoso Roger Ebbert contaba que Bogart, que estaba en la cima de su carrera, se encontró a un crítico de cine en un club nocturno y le gritó lo siguiente: “Debes verme en mi siguiente película, interpreto al mayor mierda del mundo”. Bogart se había convertido en uno de los héroes carismáticos de la Warner con Casablanca o Tener y no tener, pero quería cambiar de perfil del personaje para su segunda colaboración con Huston, que se intercaló entre dos films junto a su esposa Lauren Bacall (La senda tenebrosa y Cayo Largo, también de John Huston). Este nuevo film le brindó la oportunidad de interpretar a un villano: un personaje devorado por la avaricia y la desconfianza hasta convertirlo en un ladrón y un asesino.

Su personaje es el más despreciable de todos lo que pudo haber interpretado, un patético vagabundo que recorre las calles de Tampico. Recoge colillas de cigarrillos a medio fumar y busca la suerte en los boletos de la lotería (“Dime, amigo, ¿te apostaría una comida con un compatriota?”). Busca hacer dinero de la forma más rápida posible para luego gastárselo a la misma velocidad, pero se ve sin un centavo después de intentarlo todo incluso humillar a un pobre crío que vendía lotería. Un buen día, junto a un amigo suyo –otro vagabundo como él, Curtin- conocen al anciano Howard que le regala los oídos con la promesa de un inmenso filón. Entonces, se creen capaces de cualquier cosa, sobre todo de controlar la tentación que conlleva el preciado metal. Pero una vez en pleno viaje se descubren sus verdaderas personalidades. Dobs y Curtin son perezosos y se quejan del esfuerzo, justificando en cada momento su pereza: “Si hubiera oro en esa montaña, ¿cuánto tiempo habrá estado allí? Millones y millones de años, ¿no? ¿Cuál es nuestra prisa?”, mientras que Howard tiene una gran energía. Es capaz de caminar todo el día sin ni siquiera necesitar de agua y toca la armónica ante un plato de frijoles.
El enigmático B. Travern.
Terminamos esta crónica con una de las principales curiosidades de la película, el autor de la novela cuya adaptación le reportó a Huston uno de sus dos Oscars. El director se puso en contacto con él y pidió conocerle pero apareció un tal Croves en su lugar, un tipo extraño que decía ser su asistente personal. John Huston pensaba que B. Travern servía de seudónimo para esconder la timidez patológica que sufría el verdadero autor, sospecha que le confirmó la propia esposa del escritor décadas más tarde cuando el propio Travern/Croves habría fallecido.

