Downton Abbey abre las puertas del castillo. Estamos ante un drama desarrollado en ocho temporadas y dos películas, hasta el momento, una jugosa telenovela de época ambientada en la era eduardiana –a lo largo del primer tercio del siglo XX- acompañando la trama de algunos acontecimientos históricos como el hundimiento del Titanic, la Primera Guerra Mundial, la llegada de la Era del Jazz o el enfrentamiento entre la Inglaterra imperial e Irlanda del Norte, conflicto representado en Tom Branson (Allen Leach), el antiguo chófer y futuro administrador. La idea partía de Julian Fellowes, novelista y actor eventual que escribió el guión de Gosford Park (Robert Altman), película que podría entenderse como un primer ensayo de la futura serie. Aquí repite el esquema principal, aunque suaviza los bordes para que sea un entretenimiento jabonoso pero del jabón más puro que hayamos visto en años.
Una inmensa mansión –que da nombre a la serie- está habitada por dos docenas de personajes, principales y secundarios, que constituyen tanto la nobleza como los sirvientes y que se pasan capítulo tras capítulo, planificando y ejecutando todo tipo de tareas y soltando jugosos chismes. De hecho, toda la historia parece glorificar las rígidas estructuras de clase de la era eduardiana a través de una Gran Bretaña de fantasía, que nunca existió como tal, donde todos, desde la ayudante de cocina al último lacayo se sienten de maravilla porque la gente encima de ellos son tipos muy decentes.
Por la parte de los “señores”, destacamos al dueño de la casa, el conde de Gratham (Hugh Bonneville) o Lady Mary, la hija mayor conflictiva e inflexible en constante rivalidad con su hermana Edith, mientras que otro de los personajes claves sería la carismática condesa viuda, la madre del conde (Maggie Smith), eternamente enfrentada a Isabel Crawley (Penelope Wilton), -la madre de uno de los herederos-, dejándonos una de las tramas más jugosas de la serie.

Por la parte de los sirvientes, destacan en primer lugar el mayordomo y la ama de llaves, el Sr. Carson y la Sra. Hughes; la Sra. Patmore que nunca dejará de estar en la cocina, ladrando órdenes a Daisy; con los inmensos dramas que vivirán Bates y Anna o los conflictos personales de Thomas Barrow, el primer lacayo gay en constante lucha por encontrar su lugar en la casa.
Sin olvidarnos de las breves apariciones que sirven para marcar contrastes –ya sean trágicos o divertidos- con los personajes principales como el caso de la legendaria Shirley McLanine que interpretaba a la madre de Cora Crawley.

Al fin y al cabo estamos en un mundo en constante modernización en donde los banquetes, bailes, intrigas familiares, las pruebas de vestidos o los flirteos están expuestos por unos personajes y desaprobados por otros. Y aunque está lleno de grandes interpretaciones, a veces da la impresión de que todo lo que vemos en pantalla sean unos veinte personajes en busca de una trama,- parafraseando la obra de Pirandello “Seis personajes en busca de un autor”- pero la verdad es que funciona. Y funciona en parte por mantener el estilo de la comedia ligera del Hollywood clásico, estructurándose los capítulos en escenas breves y con el espectador arañando si acaso el drama con la punta de los dedos, aunque nunca falte un buen drama.
Una estructura de folletín de época.
Algunas veces las temporadas parecen armadas a toda prisa, tomando el impulso de la precedente e introduciendo tramas en caída libre no solo porque se suelen resolver con un excesivo uso de diálogo expositivo sino porque se plantean a través de situaciones tan breves que si parpadeas te las pierdes. Mientras que hay tramas tan alargadas como la del romance de Bates y Anna que ya no interesa y personajes infrautilizados como el de la prima Violet o el propio Thomas. Cuanto más avanzaban las temporadas, iban perdiendo importancia los pequeños detalles que daban identidad a los personajes. Recordemos uno de los más determinantes de la Primera Temporada: la vista defectuosa de la Sra. Patmore. Y si es verdad que había muchos eventos que se nos mostraba fuera de las tramas principales -la muerte del pretendiente turco, el robo de la caja de rapé o la Sra. O´Brian colocando el jabón cerca de la bañera-, era más importante la reacción de los personajes que el hecho en sí. Pero lo cierto es que las parejas recién unidas y las respectivas bodas o separaciones sirven como cálida base para las distintas temporadas que suelen terminar con el festín de Navidad con un buen sabor de boca.

Las temporadas se van sucediendo con inesperados elementos de la trama junto con otros que se van repitiendo, por ejemplo, con Lord Grantham cada vez más preocupado por evitar la ruina de Downton, Bates atrapado por su pasado o algún personaje enfrentándose a algún aparato que represente la modernidad (el teléfono, una tostadora o la batidora eléctrica que pondrá a prueba los nervios de la Sra. Patmore). Pero existe la sensación de deja vú y de que los acontecimientos van deslizándose a un ritmo somnoliento, como si las alegrías y ansiedades de sus personajes se nos mostrasen con cada vez más desidia. Así se nos muestra la historia del bebé de Edith, nacido fuera del matrimonio, o sus escarceos en el mundo de la prensa, con tal de dar profundidad a la eterna solterona o los coqueteos de Mary con sus sucesivos pretendientes. Cuanto más se pretende cambiar en la historia, más cosas permanecen igual: entre los que despotrican contra la modernidad, los que anhelan la aventura o los que planifican y ejecutan las tareas, hasta llegar al punto final con el especial navideño anual, dando un brillo optimista y nostálgico.