Nadie puede vencerme. A un solo golpe de distancia.

-Estabas a un golpe de ser el campeón. Siempre estás a un golpe de distancia.

Audrey Totter.

Vemos a un boxeador cansado y maltratado por años de golpes con una generosa cicatriz sobre los ojos y la oreja aplastada, esperando su momento de gloria a “un solo golpe de distancia”, como le asegura a su fiel esposa Audrey Totter que le mira incrédula ante su último combate con un oponente más fuerte y más joven que podría ser su definitivo final. En muchas ocasiones, el cine negro y el boxeo han sido dos compañeros de cama que en los años 40 sirvieron de metáfora del capitalismo más despiadado, para mostrarnos un mundo de perdedores definidos por la competitividad y los sueños rotos. En este contexto, el entorno urbano de la película se sitúa entre salones de baile, licorerías, vendedores callejeros o de periódicos y por supuesto, recintos deportivos con un ring como escenario. Un entorno en el que hay una amplia gama de gente que intenta sobrevivir todos los días y con pocos ganadores evidentes. Un noir que destaca por esos fanáticos espectadores a los que Robert Wise le dedica su tiempo. Estos ocupan las gradas alrededor del ring sedientos de sangre y ansiosos por el resultado más violento posible en cada encuentro; incluso con el caso de un espectador ciego cuya falta de vista no le impide alejarse de esa carnicería.

Lo dirige Robert Wise, uno de los técnicos descubiertos por Orson Welles para esa maravilla que fue “Ciudadano Kane”. Fue el hecho de editar los noticiarios lo que llamó la atención al joven cineasta y de hecho, comenzó como montador en una veintena de películas hasta que decidió dirigir las suyas propias para la RKO, estudio en el que Val Lewton estableció como marca de la casa lo de “menos es más”. Serían pequeñas películas definidas por la concesión narrativa pero con grandes valores cinematográficos como sucede con este film -”Nadie puede vencerme” (Set up, 1949)- ambientado en el mundo del boxeo y con apenas unos 74 minutos de metraje.

Pocas veces un poema ha dado pie a un guión cinematográfico como el de un boxeador llamado Joseph Moncure que lo escribió en 1928, recién salido de la cárcel; un personaje curioso que terminó como guionista en Hollywood, colaborando entre otros con Howard Hawks.  Su historia es la de unos perdedores con todos los estereotipos habidos y por haber. El del boxeador de turno que recibe golpes tanto fuera como dentro del ring, ligado al mundo del hampa y en concreto a un despiadado gánster que no duda en apostar en contra de su protegido, llegando a tirar de los hilos que sean necesarios con tal de ganar.

Una cuestión de tiempo.

Estamos ante un excelente ejemplo de cine negro tanto por la trama como por la estética, marcada por la fotografía en blanco y negro de Milton Krasn. Está rodada en estudio y de noche, haciendo énfasis en los primeros planos con tal de trasladar un opresivo ambiente pugilístico casi narrado en tiempo real, en los setenta y dos minutos en los que se desarrolla la historia, desde las 9 de la noche hasta pasada las diez y cuarto.

La historia comienza con un cronometrador haciendo sonar la campana a un lado del ring y a medida que ésta avanza, escuchamos el tictac del reloj de una habitación de un hotel, vemos las manecillas del reloj de la calle de un pueblo o volvemos a los primeros planos del cronómetro del ring para marcar las rondas. El tiempo es un tema crucial en la película enfatizado por imágenes de relojes a lo largo de toda la narración, así como la presencia de un peso pesado que comienza a recordar su primera pelea profesional hace unos veinte años atrás cuando combatió en New Jersey. Thompson, Robert Ryan es de los pocos personajes simpáticos del cine negro, castigado severa e injustamente por dedicarse a un deporte que tiene unos visos muy negativos. Hay un famoso analista del boxeo americano llamado Max Kellerman que recientemente explicó por qué este deporte se parece tan poco al resto de las actividades atléticas. Esto se debe a que el resultado de la pelea no solo depende de las habilidades pugilísticas de los oponentes sino además de la capacidad de soportar el castigo recibido por el rival. En este sentido, Bill “Stoker” Thompson es el boxeador de buen corazón que continuamente exhibe sus cicatrices y que se gana el afecto del público por el hecho de que a todo el mundo le gusta alentar al desvalido simpático que no se da nunca por vencido.

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