Shane, Come back! (¡Vuelve!)
El western es el género americano por antonomasia que empezó su andadura dando testimonio de episodios que recreaban una época (Asalto y robo de un tren, Edwin S. Porter, 1903) para luego crear la base cultural de los Estados Unidos a través de una serie de convencionalismos temáticos. El mundo de la frontera, las grandes praderas, la lucha contra el indio, la conquista del Oeste y los pistoleros. Esas coordenadas del Far West, convertidas en imaginario colectivo, es lo que han hecho que popularmente las llamemos “pelis de indios y vaqueros”. La historia del western, sin embargo, está salpicada de hitos que han ido modificando la visión de su propia entidad cultural. Uno de esos momentos claves fue el año 1952 cuando se rodó un film revolucionario: “Solo ante el peligro” que encuadraría el género en su vertiente psicológica, dotando a sus argumentos de personajes con complejas tribulaciones para dar credibilidad a sus conflictos. E igualmente empezó a aprovechar las innovaciones técnicas de la época: el cine en color y el formato panorámico para dar un mayor protagonismo al paisaje. En este contexto, pero aún embrionario, se sitúa “Raíces profundas” (1953), título con el que se conoce el film “Shane”, segundo western de George Stevens, muchos años después de “Annie Oakley” (1935).
Shane es Alan Ladd un actor con carisma aunque interpretativamente hablando fuese del montón dentro del Hollywood de los años cincuenta. Su personaje serviría de arquetipo del caballero-samurái, severo en la batalla pero amable con las mujeres y los niños que se pone al servicio de los débiles. Pero la novedad sería que su historia está contada desde los ojos de un chico, Joey, el hijo de los granjeros Starret (Jean Arthur y Van Heflin). Jean Arthur, en su despedida del cine, interpreta a Marion, la esposa de Joe y la madre de Joey cuyo personaje sentirá cada vez más química con el recién llegado que se aloja en su granero. Pero la pretensión de esta familia de colonos sufrirán un obstáculo: la codicia de un despiadado magnate ranchero (Ryker). Entre los hombres de Ryker está el malvado Callowey (Ben Johnson) y el famoso pistolero a sueldo Wilson (Jack Palance), con el que se pretende zanjar el problema de una vez para siempre. Su personaje simboliza ese antiguo principio de la “fuerza” sobre la “ley” o dicho de otro modo, la ley del más rápido con el revólver.

Shane es el pistolero que pretende dejar atrás el pasado y que anhela la vida familiar de los Starret, a los que ayudará a defender sus tierras, mientras siente la atracción mutua de la esposa del granjero y la admiración de su hijo. Aún eso, es un personaje condenado a cabalgar en solitario. Si tiene éxito en su misión sabe que tendrá que abandonar el valle: “no se vive con un asesinato. No hay vuelta atrás”, dirá en una ocasión al joven Joey, el hijo de los colonos.
Un director obsesivo.
A primera vista, George Stevens sería el director de Hollywood por excelencia. Estuvo detrás de divertidas comedias en los años 30 y de dramas de estudio en la posguerra. Filmó películas icónicas: aventuras (Gunga Din), un tipo de western que superaba el mito de la frontera (Shane), un clásico del cine bíblico (La historia más grande jamás contada) o melodrama como “Gigante”. Pero una mirada más exhaustiva le aleja de otros directores como Howard Hawks o John Ford: no tenía una firme personalidad y superaba su academicismo a base de sus obsesiones, entre ellas, algunas temáticas –su preocupación por los pobres, la mujer y los marginados sociales- pero sobre todo las estilísticas. Andrew Sarris –el profeta de la teoría del autor en Estados Unidos- relegó a Stevens a uno de los lugares más bajos en su panteón –su célebre obra “The American Cinema”- algo así como a un círculo inferior del infierno. Mientras que en su biografía –Gigant- Marilyn Anne Moss intentó corregirle asegurando que no fue fruto de la casualidad que ganase 2 Oscars como Mejor Director. Ni lo uno ni otro. Lo cierto es que George Stevens era un director “extraño” según la opinión de quienes trabajaban con él –solía tomarse largos descansos en pleno rodaje, que hizo que Carole Lombard se preguntase: “¿Sabe en lo que ese hijo de puta piensa durante sus trances? En nada, en absolutamente nada”- mientras que muchas de sus escenas las solía rodar de todas las perspectivas posibles, con tal de encontrar la mejor forma narrativa de contarlo. Pensemos en su última película –Su único juego en la ciudad (1973)-, necesitó de más de cincuenta tomas para que Warren Beatty cerrase una puerta.

“Shane” adaptaba una novela de Jack Shaefer, escritor que se habría especializado en relatos del Oeste de tal forma que llegó a idealizar la vida del Far West hasta tal punto que lamentó que su obra “ayudase al avance de los asentamientos, dando impulso de la civilización que considero merecedora de desprecio”. Lo adaptó al cine otro especialista del género que parafraseando a John Ford quedaría algo así: “Me llamo A. B. Guthrie Jr., y escribo westerns”. Habría ganado el Pulitzer y adaptó otro gran western, “Río Bravo”, siendo el guionista por recomendación de Howard Hawks.
Es curioso la evolución del arma en ambos títulos: “Shane” es el film arquetipo del pistolero: “un revolver no es bueno ni malo sino que depende de la mano que lo empuña”, mientras que en “Río Bravo”, un sheriff veterano ya no viste armas cortas en su cinturón sino que se arma con un Winchester porque “habría otros más rápido que yo con el revólver”.
En definitiva, una lucha tan vieja como el mundo, la de los granjeros contra los rancheros, entre aquellos que buscan una forma de vida pacífica y los que aún defienden la ley del revólver propio del Salvaje Oeste. Entre los que portan revólveres al cinto o se arman con rifles Winchester. Una historia, por tanto, recurrente con varias versiones posteriores entre ellas una serie para la televisión, protagonizada por David Carradine mientras que “Jinete pálido” de Clint Eastwood y “Logan” (2017) se basan en su trama.
