Dune: la gloria caótica de la ciencia-ficción de David Lynch.

A veces se necesita del avance tecnológico para dar vida a una icónica novela en su mayor esplendor. Pensemos en El señor de los anillos, la trilogía de Peter Jackson supuso una gran mejora con respecto a la versión de los años setenta de Ralph Baskshi, pero ¿cómo se las habría arreglado el cineasta neozelandés si solo hubiera contado con un rotoscopio en vez de modernos CGI? Esta misma reflexión podría servir para Dune de 1984. La versión de Denis Villenieve parece ser el ejemplo de la perfección técnica frente a la película denostada de los ochenta; pero volvamos al Arrakis de Lynch, más de 35 años después de su estreno. Es cierto que sus efectos especiales son manifiestamente mejorables, con uno de los romances más rápidos a este lado de PornHub. Agregue a eso, unas voces en off místicas que intentan inyectar algo de sentido a lo que está sucediendo; seguramente nos encontremos con una curiosidad de culto a la altura de, por ejemplo, Barbarella o En el centro del laberinto.

En un futuro lejano, el comercio interestelar depende de una especia que se encuentra en un mundo desértico conocido como Arrakis. Una familia, la Atreides, es la encargada de gobernar el planeta coincidiendo con una historia de traición, asesinatos y profecías. Esa sería la trama central pero el film es un festín de ideas algunas incoherentes y descontextualizadas que a pesar de todo sigue sorprendiendo casi cuatro décadas después. No crea que soy un cínico: lo que ha muchos provoca una gran vergüenza ajena, es un proyecto que vale la pena ver. Ya veremos si el tiempo valora tan bien a la esperadísima versión de Denis Villenueve que, por cierto, me dejó algo frío su película sobre el universo de “Blade Runner”.

Dune no es la obra maestra que sus seguidores esperaban pero tampoco el desastre que suelen reclamar sus detractores. Adaptada del clásico de la ciencia-ficción de Frank Herbert (novela que por su gran diversidad temática y complejidad narrativa parecía imposible de adaptar), el talentoso -aunque excéntrico- David Lynch quiso trasladarla de la mejor forma posible pero se encontró con el obstáculo de los grandes estudios que decidieron llevar a cabo su propio montaje sin tener en cuenta la opinión del director.

El primer tropiezo que encontramos parece ser la trama abigarrada y confusa. Se necesitaban más de la mitad de los 140 minutos del metraje para que los distintos hilos del argumento se entrelazasen, y la visión ecológica del original tiende a perderse en la confusión. Aún así lo mejor es una parte de la factura visual: estaba fotografiada a escala brillantemente grande por Freddie Francis, el cameraman de Lwarence de Arabia. Estuvo filmada  en una versión del Cinemascope, conocida con Todd AO-35 y con una relación de la imagen del 2.39:1.

Empecemos por el principio.

Frank Herbert publicó Dune en 1965 y se convirtió en un gran éxito; por ejemplo, sembrando la semilla para Star Wars.  A partir de 1971, la novela empezó a interesar a Hollywood desde el momento en que Arthur Jacobs- el productor de El planeta de los simios– y el director chileno Alejandro Jodorowsky, quisieron adaptarla. La versión de Jodorowsky de diez horas, con Salvador Dalí como protagonista y la música de Pink Floyd, quedó abortada. Sin embargo, justo un año después de que George Lucas lograse el éxito con Star Wars, 1978, Dino DeLaurentis compró los derechos de la novela de Herbert para convertirlo en algo amigable, cálido y accesible en una película. Primero pensó en Ridley Scott que después de meditar el proyecto (quiso dividir la historia en dos películas), decidió rodar “Blade Runner”, en su lugar y por fin se fijó en David Lynch. Como el proyecto tardó varios años en completarse, Lynch fue tentado por un tenaz George Lucas para que dirigiese la tercera entrega de la saga galáctica: El retorno del Jedi (1983), pero Lynch que tenía “cero interés por la película” se negó en rotundo a pesar de los argumentos de Lucas: “vas a ganar millones de dólares por no hacer prácticamente nada”.

En la era en la que un talentoso George Lucas convirtió las maquetas de su película en alta tecnología, Dune sería el anti-Star Wars, deshaciendo todo lo que Lucas habría forjado en su trilogía. “Una nueva esperanza” hizo llevar a los cines a miles de espectadores para descubrir una galaxia, muy, muy lejana –por supuesto- pero pasada por el filtro de la cotidianidad, a través de una historia sencilla y reconocible: un amable campesino se encuentra con un sabio anciano y un vaquero, consigue una espada (del tipo que sea) y se va de aventuras.

Eso no sucede en Dune. La novela, como decimos, es muy densa, explicando de forma detallada un conjunto de casas reales enfrentadas entre sí en un futuro oscuro en donde el control de una especia es vital para el dominio de la galaxia. Trasladarla a una cinta de dos horas es convertir la historia en un queso gruyeré que se intentó resolver con unas desconcertantes ráfagas de voz en off, al mismo tiempo que fallaba la “narrativa” de la película. “Blaster”, “x-wing”, “droide”, “fuerza” o “Jedi” son conceptos inventados para Star Wars pero completamente reconocibles. ¿Qué significan “Kwisatz Haderach”, “landsraad”, “sardaukar” o “Bene Gesserit”? Si además tenemos en cuenta que aparecen declamadas por unos personajes que no contaban con el carisma que hacía entrañables a unos muñecos de Star Wars, podemos entender que la versión de David Lynch sea difícilmente comprensible.

Pero no todo tiene que porque partir de un mismo patrón. Empecemos por una obviedad: Star Wars no representa la generalidad de la ciencia-ficción, cuando es una película –cinematográficamente– sobrevalorada. Dune es una visión distinta del género y si el objetivo del film era trasladar el mundo extraño y oscuro de la novela, entonces Lynch habría sido la opción más idónea. Las extrañas escenas de sueños y el mundo industrial de los Harkonnen los situaría en otro tipo diferente del género.

Como no todo es malo en la película: el diseño de producción me resulta magistral y se sintoniza bien con los temas  de la historia original, ambientada en el futuro. Sin embargo, quedan algunos adornos barrocos (la corte del emperador en las escenas inicial recuerdan a la Rusia zarista), como para ilustrar –lo que aparece en la novela- que a pesar de la evolución, ciertos elementos de nuestra existencia permanecen constantes.  Las miniaturas, creadas por el español Emilio Ruiz del Río, logran una asombrosa sensación de escala. Fíjense en la escena en la cual la flota de Atreides marcha hacia Arrakis.

E igualmente no todo el reparto es un desastre: Kenneth MacMillan, como el barón Harkonnen, y Sting, como Feyd-Rautha, están geniales. Y los amantes de Lynch seguramente vean encantados a los intérpretes familiares del director: Jack Nance (Ereserhead), Freddie Jones (El hombre elefante), Alicia Witt (Twin Picks), Everett McGill (Twin Picks) o Dean Stockwell (Blue velvet) apareciendo en pantalla. E incluso el propio Lynch hace un cameo en la película como uno de los trabajadores de Arrakis.

Recordemos, además, que el autor de la novela quedó muy satisfecho por la representación de su universo en la versión de David Lynch. Es cierto que a nivel de conjunto la película se observa con incoherencias, pero a nivel de escenas –individualizadas- el film alcanza un gran nivel.

David Lynch y Frank Herbert

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