Imaginémonos que un día de nuestra vida fuese una película de David Lean. Comenzaríamos en blanco y negro, con el viento haciendo volar las páginas de Dickens. Algunas de ellas llegarían a las mismísimas aguas del Támesis. Estaríamos en Londres y veríamos el paisaje a vista de pájaro. En un largo sendero correría la silueta de Pip, con los primeros rastros del sol brillando en las aguas del río. Vería a lo lejos a una columna de hombres uniformados yendo como hormigas a una presa hidroeléctrica, coronada por una solitaria estrella roja. El chico pasaría por delante de una escuela. Solo habría un maestro que quizás escuchase a Beethoween mientras ojease por primera vez la desierta aula. Entonces, el chico se detendría para darse un respiro, viendo a una figura rubia con chaqueta gris poniendo gasolina a una motocicleta y limpiándola con esmero. Ahora veríamos que el chico no era Pip sino David Lean, que tendría unos 13 años. Estaría en Croydon High Street, al sur de Londres y sería el año 1921. Sus padres, cuáqueros, estarían a punto de divorciarse y el crío iba a ir por primera vez a ver una película. En el cine Scala publicitaban El sabueso de los Baskerville, protagonizada por Eille Norwood como Holmes.
Las personas podrían parecer hormigas cuando se vislumbraban por primera vez contra las vastas dunas de arena de una composición esbelta exigente, o las heladas montañas rusas, o la fachada de hormigón de una presa, pero pronto se fijaba en los individuos en sí. De entre el flujo constante de trabajadoras rusas con pañuelos idénticos en la cabeza, elegimos a una persona, para que la lleven al comisario Yevgraf y se revele como la hija de Yuri Zhivago y su gran amor, Lara. El siguiente salto en escala nos llevaría a un puente sobre el río. Una columna de hombres sucios y agotados lo estarían construyendo, aunque su propósito fuese otro: querrían volarlo. Era entonces, cuando se diese un último salto, cuando nos acercamos a una fiesta funeraria, con la silueta de una cruz ortodoxa en primer plano.
Al acercarse, la cámara detecta a un niño de 10 años, el joven Zhivago. La procesión se detiene en una tumba y el niño observa cómo bajan a su madre en su ataúd al suelo. Agarra unas flores blancas, tal como lo había hecho Pip de camino a un cementerio, así como el mudo Michael agarrará las suyas en La hija de Ryan o un sirviente indio de un estanque ornamental.
Ahora Lean vuelve a adoptar el punto de vista de un niño que se distrae con el viento entre los árboles, tal y como haría Pip, o como lo haría Rosy cuandeo se citaba con el teniente de caballería tullido. Se sentiría, entonces, el lamento y el incienso y por último, el ataúd brutalmente clavado. Y de escucharse alguna música esa sería de Maurice Jarre. Pero no habría ningún puente que fuese volado, ni revoluciones ni tan siquiera una procesión de elefantes. Sólo un niño en pleno funeral y distrayéndose con el viento entre los árboles.
Todo esto nos sirve para celebrar el 30 aniversario del fallecimiento de David Lean, sucedido el 16 de abril de 1991.




