-¡El gran Henry Gondorf!
Con los Oscars a la vuelta de la esquina podríamos pensar en cuál sería nuestro Oscar a la Mejor Película favorito; una tarea compleja y polémica que despertará las iras furibundas de mucha, mucha gente. Por marcar un límite temporal, habría pensado en “El padrino” (1972) como la más lejana de nuestra generación, un título clásico que estaría entre las favoritas de la gran mayoría de cinéfilos. Pero ¿realmente sería esta la favorita? Demasiado seria y oscura para ocupar ese lugar de honor. En el lado opuesto estaría el cinismo de “Birdman” (Alejandro González Iñárritu). Técnicamente impecable y con un sentido del humor negro que hace de esta película una gran velada cinematográfica. Pero, ¿en serio, la favorita? Otros hablarían de “Titanic”, e incluso alguno defendería a “Gladiator” como la mejor de todas. Ni caso. “El Golpe” (George Roy Hill, 1973) rodada en el momento cumbre del “nuevo cine americano”, sería la mejor candidata. Por ser una de las más agradables de ver galardonadas con el Oscar a la Mejor Película y porque se filmó en un momento en el que todo el equipo parecía estar en estado de gracia.
“El Golpe” sería una película que hoy no podría hacerse o al menos no tendría tanto éxito. Demasiados hombres y todos ellos blancos. Hoy Hooker y Gondorf lo interpretaría algún actor de color y seguramente uno de ellos sería un personaje femenino. E incluso habría una versión feminista de la historia. “El Golpe” es una traviesa comedia criminal, hoy hablaríamos seguramente de Guy Ritchie pero el maestro indiscutible sería George Roy Hill con esta película. Es cierto que no es la primera de su género. El cine de robos o estafas enrevesadas se hizo muy popular en los años sesenta, pero debería ser toda una hazaña reunir en un sólo título el éxito de la taquilla y los principales premios.
¿Dónde se vería lo mejor de la película?
En los aspectos técnicos, no. Roy Hill no busca grandes alardes cinematográficos sino una claridad de la imagen lo que, en este tipo de historias, se agradece. La escena inicial sería la única ocasión para ver un movimiento de cámara destacado, un travelling, que presenta cómo era la ciudad en los años 30 y lo hace en un solo plano. Enseña cómo era la Depresión, los pobres diablos echados en la calle, los coches descascarillados cuando entran unos mocasines relucientes para marcar diferencias entre el mundo de la pobreza y de la riqueza, representada en los gánsteres.
E incluso recurre a esa forma clásica de rodar en las escenas de diálogos, construidas a base de planos y contraplanos. Es decir, el director no busca adornarse para no distraer la atención del espectador porque si no habría perdido eficacia en lo que realmente le interesa: organizar el engaño.


Para eso se sirve de una ambientación auténtica en la puesta de escena y en los mil detalles, como por ejemplo en la música. El ritmo de la película lo pone el ragtime de Scott Joplin (aunque con los arreglos de Marvil Hamslich, que se llevaría el Oscar) y aunque hoy es un tema famosísimo, cuando se estrenó el film resultó tan anacrónico y poco convencional como esa elección musical en “Dos hombres y un destino”. ¿Recuerdan la escena de la bicicleta?
El film se sustenta en dos grandes aspectos. Uno es el magnífico guión. “The sting” es un film canónico muy al estilo de Hollywood que solo unos grandes estudios son capaces de hacer. Roy Hill tomó el proyecto escrito por David S. Ward (que en principió iba a consistir en una pequeña producción dirigida por el propio guionista), con una estructura episódica pero dividida en dos partes: la partida de póker en el tren en donde Henry Gondorff (Paul Newman) supera a Doyle Lonnegan (Robert Shaw) y luego la escena de la estafa en la oficina de apuestas, con otras subtramas que enriquecen la historia como la persecución de los hombres de Lonnegan y del policía Snyder, y la participación del FBI.
El otro aspecto es la gran química de los actores; por su puesto de la pareja protagonista, demostrando que “Dos hombres y un destino” no fue una excepción. Pero ésta es una película coral en la que brillan incluso los papeles más pequeños, resultando todos adecuados a sus personajes y revelando otra idea clásica: que los más humildes superan una gran crisis con la ayuda colectiva frente al individualismo del Sueño Americano, cuando este se hace trizas; pensad en Frank Capra o Ken Loach.
¿Y el momento favorito de la película?
Hay instantes bellamente contados. En la noche previa al clímax, a Hooker le vemos inquieto en la calle vacía. Ve salir a Salino, se apaga el “Diner” y se enciende la luz de la habitación. Una escena que culminaría en las dos camas, narradas de forma paralela. Las camas de Reford y Newman, con sus respectivas parejas.


Podría destacarse la elaborada habilidad de la estafa del cable –en la que Gondorf y Hooker aprovechan el retraso del tiempo del teletipo- sigue siendo una delicia de ver, más de cuarenta años después. Pero mi escena favorita es la que se desarrolla en el interior del tren. Gondorf (Paul Newman) asiste a una partida de póker organizada por el mafioso Lonnegan, dispuesto a sacarle de quicio. En un instante, tiene un gesto de interpretación extraordinario. Ha ganado y se les queda mirando, frotándose las manos de satisfacción.

-Mala suerte Lonnigel, eso le pasa por querer farolear.
Que es, precisamente lo que más le cabrea, hacerle daño a su orgullo.


-¡Es Lonnegan, no lo olvide o jugaremos a otro tipo de juego!
Ahí estaba Doyle Lonnegan, un Robert Shaw en estado de gracia, el gánster de Nueva York que encontrará su horma en una tropa de estafadores por venganza.