Hubo una vez una idea llamada Roma, al poco que elevases la voz se desmoronaba debido a su enorme fragilidad.
Marco Aurelio (Richard Harris).
Cada vez que veo la película (y la he visto muchas veces) recuerdo una anécdota de “Ben-Hur”. Gore Vidal fue contratado para corregir el guión y en un momento dado, William Wyler le preguntó: “¿Sabes algo de los romanos? Quiero decir, cuando un romano se sienta y se relaja, ¿qué se desabrocha?”. La cuestión del “desabrochar” sería la más apropiada para este film, el primer pemplum decente de Hollywood en cuarenta años, desde “Espartaco” (Stanley Kubrick).
El Imperio Romano siempre ha tenido una buena estrella, cinematográficamente hablando. Recuerdo las clásicas: “Ben-Hur” (William Wyler, 1959); “Espartaco” (Stanley Kubrick, 1960) y “La caída del imperio romano” (Anthony Mann, 1964); o las producidas para la televisión: la más actual “Roma” o la antigua “Yo, Claudio”, a pesar de su inconfundible aspecto teatral. Hollywood construyó su reputación sobre películas como esta. Es un campo abonado para la narración épica, los personajes más grandes que la vida o los grandes diseños de producción; e incluso sirve como decorado perfecto para las recreaciones de la vida de Jesús o como metáfora del imperio occidental de nuestra época: los Estados Unidos. En este sentido, Gladiator sería paradigmática, porque sobre el papel funcionaba a la perfección. Hacía más de cuarenta años que Hollywood no producía un gran pemplum, que se alzase, como Máximo en la arena, con las mieles del ganador. Y aunque todo parezca funcionar a las mil maravillas, la verdad es que no es así, en absoluto.
Ridley Scott se ganó un merecido prestigio con dos reconocidos clásicos de la ciencia-ficción: Alien y Blade Runner. Pero su currículum está plagado de títulos mediocres y poco prometedores; de hecho, “Gladiator” llegó en el momento en que necesitaba recuperar parte del prestigio perdido después de rotundos fracasos.
Pero, ¿mejor película?
Me chirría un poco la idea pero la verdad es que fue así. “Gladiator” ganó el Oscar a la Mejor Película en 2001. Ciertamente las comparaciones son odiosas. Si viésemos en perspectivas las películas que han ganado el Oscar desde 1972, el año que se llevó la estatuilla como Mejor Película “El Padrino”, cualquier otra producción palidecería a su lado. Y haciendo un rápido repaso a la lista no recuerdo ninguna más mediocre que “Gladiator” con semejante galardón; quizás, “Rocky” (John G. Aldvinsen) y “Crash” (Paul Haggis). Ya se sabe, los Oscar tienen mucho de escaparate y marketing aunque sigan siendo referencias para mucha, mucha gente.
Ridley Scott parece haberla rodado de forma sombría, con una oscuridad y una falta de detalles en los planos generales (como si quisieran oscurecer los malos efectos especiales) y los personajes no alegran mucho la función: resultan amargados y vengativos. Tampoco la historia ayuda. Si se piensa fríamente, ésta resulta “absurda”. El Emperador Marco Aurelio (Richard Harris) nombra como sucesor a su general favorito con la idea de hacer regresar la República a Roma, pero en ese ínterin el César muere y el general (Russell Crowe) encuentra como mayor enemigo a su hijo, Cómodo (Joaquin Phoenix). Máximo, el protagonista, acabará en una escuela de gladiadores y se abrirá camino hacia la cima hasta el esperado combate final.




De por medio hay planteada algunas malas ideas. Pensemos en la escena inicial. John Mathienson –uno de los directores de fotografía habituales de Scott- utilizó lentes largas para que pareciese haber más extras de los que tenían en el set. Si en su lugar, se hubieran utilizado lentes de gran angular, revelaría más del entorno, y en este caso, se mostrarían los espacios vacíos. Demasiados primeros planos y planos medios cuando las escenas de batallas se suelen rodar yuxtaponiéndose con planos generales (pensemos en «Braveheart»). Pero Ridley Scott utilizó en esa secuencia otro “truco” para dar mayor empaque a la batalla: las lentes influyen en la cantidad de luz y profundidad de campo dentro de la imagen. Hasta terminar marcando la escena con dos ritmos de cámara distintos (lo mismo que hizo Spielberg en «Salvar al soldado Ryan) aunque en esta ocasión, el resultado es muy distinto.
Más que “Espartaco” y “La caída del Imperio Romano”, el cruce “natural” de “Gladiator” sería Rocky entre romanos. Piense en los combates de gladiadores como una lucha profesional y el Coliseo como el mayor estadio de nuestra época. En una de las mejores escenas de la película, montan un buen espectáculo que además de contentar a la plebe también agrade a la grandeza de Roma, pero ante todo pronóstico el invitado vence al equipo local de forma que sorprende incluso al propio Emperador: “¿Los bárbaros vencieron en Cartago?”
Sin embargo, se deja ver muy bien. Clamo a Dios que esta película me entusiasma. Debería ser mi pecado confeso, divertirme una película que no es alegre en ningún momento y que resulta tan irregular desde cualquier punto de vista que lo enfoquemos: ya sea desde el cine o la Historia. Pero Gladiator está en la lista de las películas favoritas de mucha gente. De hecho es aclamada por aquellos que disfrutan de las peleas, del autoindulgente y petulante Emperador o de un protagonista un tanto atribulado. La música quizás también contribuye, pero poco más.


