La heredera. Un cruel desengaño.

Henry James daba por cierto un rumor que le contó una de sus amistades de Londres, la de una joven adinerada que se enamoró de un cazafortunas y cuyo romance acabó en tragedia después de que se supiera de la oposición de su padre. La historia dio pie a una novela corta que ambientó en Manhattan a mediados del siglo XIX: “Washington Square”; ese relato sería la base de la película “La heredera” (William Wyler, 1948).

Catherine Sloper (Olivia de Havilland) vive de forma sobreprotegida junto a su padre  un prestigioso médico (Dr. Austin Sloper), y su viuda tía (Lavinia); ella representaría a la típica solterona pero potentada, gracias a la herencia de su madre fallecida. En uno de los pocos actos sociales a los que acude, Catherine conoce a un apuesto joven (Morris Townsend, Montgomery Clift) de quien se enamora. Es entonces, cuando el padre le invita a cenar con tal de averiguar sus verdaderas intenciones. El padre, interpretado por Ralph Richardson, y la tía Lavinia, encarnada por Mary Hopkings, muestran posturas opuestas en cuanto a la relación: ella, más práctica y sensible a las necesidades emocionales de su sobrina, la aconseja en el compromiso con la idea de que fuese feliz, aunque ésta sea fugaz. El padre, sin embargo, resulta inflexible, sobre todo cuando compara las virtudes de su hija con las de su difunta esposa; quedando Catherine en muy mal lugar.   Pero ante la persistencia de su hija a casarse, termina aceptando a condición de llevarla de viaje a Europa, durante seis meses. Si al término de aquel período aún mantiene su actitud de casarse, él no se opondría.

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Intrahistoria de la película.

Wyler y De Havilland se conocían, ambos compartían la amistad con John Huston e incluso Wyler rechazó la sugerencia de Samuel Goldwynd, para que Olivia de Havilland protagonizase “Los mejores años”. Entonces, la actriz estaba en su mejor momento: con un Oscar en su poder e incluso tras lograr desvincularse de la Warner, de la misma forma que William Wyler se alejada de Goldwyn, para asociarse con Frank Capra y crear la productora independiente “Liberty Films” que acabó en manos de la Paramont. En este justo contexto nos situamos. “La heredera” fue una apuesta de De Havilland quien le ofreció a Wyler la posibilidad de dirigirla en el cine, a través de una obra de teatro que se estaba estrenando en Nueva York. William Wyler descubrió que nadie habría comprado los derechos de la novela de Henry James, para el cine -un relato considerado inadaptable-, y contrató al matrimonio Ruth y August Goetz,  quienes la adaptaron al teatro, para que escribieran el guión.

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¿Artista o artesano?

Durante décadas surgió un debate entre los especialistas sobre la auténtica valía del director. Algunos no valoraban este tipo de películas, unos “cuadros de mujeres”, en los que creaba auténticas batallas psicológicas entre sus personajes y con un trasfondo muy teatral. Sería André Bazin uno de los primeros en reconocer la gran habilidad del cineasta, para quien “la emoción y el conflicto entre dos personas en una sala de bordado, podría ser más emocionante incluso que un tiroteo”; esto lo escribió el famoso crítico de cine en un ensayo sobre Wyler, publicado año arriba, año abajo, en la misma época de “La heredera”.

La verdad es que este tipo de películas era en las que se movía muy a gusto, el director de origen alsaciano: el melodrama con una opresiva atmósfera. Aquí cada objeto del atrezzo cobraba protagonismo para generar tensión, con la cantidad de planos que se ven a través de espejos o ese abrir y cerrar puertas para generar tensión, o el uso de las escaleras. Recordemos dos instantes. La subida de Olivia de Havilland, por las escaleras, cargadas con las maletas o el descenso, por las mismas escaleras de la tía Davinia, el día en que se marchaba Catherine y que terminaba con un reflejo en el espejo.

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Hay una infinidad de detalles con los que Wyler hila la historia. Por citar un ejemplo, la familiaridad que muestra Morris (Montgomery Clift) ante la casa, situándose frente a la chimenea, con un pie sobre el poyete del fuego, degustando todo lo que le rodea, se toma la copita de jerez y finalmente coge un puro de la caja. Como si realmente se viese como un potentado disfrutando de esas riquezas.

Lo cierto es que las películas de Wyler guardan un cuidadísimo interés hacia el más mínimo detalle, haciendo hincapié en el vestuario (mostrando la diferencia de vestir entre Austin, el padre, y Morris, el amante) o en los decorados, para los cuales fue contratado Harry Horner (el padre del compositor James Horner), quien mantuvo en todo momento su origen teatral en los pocos escenarios: la casa y un decorado, en estudio, que simulaba un exterior.

Pero es en el resultado de los personajes donde realmente destaca la película. Wyler es, ante todo, un genial director de actores, aunque no debía ser nada fácil trabajar a sus órdenes. Era tal el grado de perfeccionismo que hacía repetir una escena, una y otra vez (llegaba hasta las 90 tomas de cada plano). Quizás ese fuese el motivo del roce con Montgomery Clift, actor que se aislaba del resto del equipo encerrándose en su camerino.

Hay escenas destacadísimas en la película: El momento de la voz de off, de Montgomery Clift, mientras que el personaje de Catherine está bordando; el recuerdo en el café de París, estando el padre solo en la terraza, hasta que llega su hija; o ese plano de tres minutos de duración, en donde el director deja a sus actores en un callejón lluvioso donde se abrazan y hacen planes de futuro, que no se cumplirán.

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Pero mi instante favorito es la  escena del baile, en la que marcan el primer contacto y nos muestra a un Montgomery Clift cariacontecido con los dos ponches en la mano. Es una de sus secuencias que el director suele repetir en muchas de sus películas; recordemos la escena de otro baile que sería la clave en “Jetzabel”, momento en la que aparece Henry Fonda junto a Betty Davids, con una planificación muy parecida a “La heredera”.

Al final nos quedamos con una sombría historias, que nos traslada a uno de los mejores conflictos psicológicos de la época. El relato poco a poco se irá endureciendo a cada golpe emocional que Catherine recibía tanto de su padre como de su amante hasta el clímax, ricamente matizado en la que Catherine completará su herencia, tanto material como emocional, con una línea de diálogo genial (escrita para la película): “he podido ser muy cruel, he tenido buenos maestros”. Sin duda el mejor film de William Wyler, junto con «Los mejores años de nuestra vida», ganadora de 4 Oscars.

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