Cinema Paradiso. La magia de la nostalgia.

-Hagas lo que hagas, ámalo como amabas la cabina de proyección del Paradiso.

Hace poco más de treinta años, un crío llamado Salvatore se sentaba en la cabina de proyección más fascinante que uno pudiera imaginar, en la cual, las tiras de celuloide que pasaban por sus dedos, le mostraban fotogramas que convertían los sueños del cine en lecciones de vida.

En aquella época, Giuseppe Tornatore no es el director que tantos apegos tiene en su país ni la mano derecha, cinematográficamente hablando, del Don de Telecinco; sino que era un treintañero que se ganaba la vida como fotógrafo freelance y con pequeños trabajos en la televisión. Había rodado su primera película, El profesor, y su productor le preguntó si tenía algún proyecto en mente. Entonces recordó algo que le habría sucedido unos años antes: un paisano de su pueblo natal, muy próximo a Palermo, le había pedido ayuda para cerrar el único cine aún quedaba abierto. De esa anécdota surgió una película maravillosa. Cualquiera de sus premios que pudo cosechar, y entre ellos destaco el Oscar a la Mejor película extranjera, el Globo de Oro, los Cinco Bafta y el premio en el festival de Cannes, palidecen por la carta de amor al cine, como pocas veces se ha llevado a la gran pantalla.

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Salvatore, un cineasta de éxito, descubre que un viejo amigo suyo, Alfredo, acaba de morir en su pueblo natal de Sicilia. Impactado por la noticia, su memoria le hará recordar cuando de niño comenzó la amistad con aquel viejo proyeccionista (un Phillipe Noiret en estado de gracia)  que dirigía la cabina de proyección del cine del pueblo, que pronto se convertiría en el hogar de aquel pequeño que no encontraba el suficiente afecto en su propia casa. El único pasatiempo del niño era disfrutar las película del cine Paradiso, encantado con que las imágenes de las películas fuesen magia pura.  

De esta forma, Giuseppe Tornatore hace un viaje en el tiempo para contarnos la vida de ese pueblo a través de aquel personaje, cuya historia se desarrollará entre la amistad con el proyeccionista, el cariño hacia su sufrida madre, el amor al cine y su primer amor. Pero sobre todo, bucea en un terreno ya conocido por el cineasta italiano: trabajar con el  material del que están hechos los recuerdos, como hiciese en “Todos están bien”, en la que un inconmensurable Marcelo Mastroiani viajaba al pasado con tal de reencontrarse con sus hijos y su esposa; o en “Baaría”, para contarnos las experiencias  del pueblo natal del propio director.  E incluso la memoria le persigue, cuando se aleja de las fronteras temáticas trasalpinas, como sucede con “La leyenda del pianista en el océano”. Y para ese acomodo emocional que suele hallar en sus películas, no tiene mejor socio que las partituras del genial Ennio Morricone que, con la excepción del tema de amor –compuesta por su hijo, Andrea, es de sus creaciones más hermosas de su carrera. Lo que podríamos achacar al director es la cierta complacencia de sus películas, dirigidas a contentar a ese sector de la población italiana que aún piensa en la gloria de esa etapa de la Historia; no por casualidad sus films son producidos por Medusa, la productora de Silvia Berlusconi.

Pero de todo esto, Tornatore saca pecho a través del personaje del sacerdote que asiste al cine, puntual como un reloj, para censurar. Le acompaña  una campanita que toca cada vez que ve algo inapropiado y a cada toque, se detiene la proyección y Alfredo corta el momento ofensivo de la película. Así juega el cineasta con los propios recuerdos que podríamos tener del cine en nuestra infancia: cómo los personajes se miraban, se acercaban como para darse un beso y luego con la sacudida de un salto, se apartaban y se dirigían unas miradas profundas.

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