Cuentos de la luna pálida. El melodrama fantasmal de Mizoguchi.

En 1953 se estrenaba este clásico de Kenji Mizoguchi, un cineasta mujeriego y alcohólico, que contó con una producción de más noventa títulos, aunque la mayoría de sus películas quedasen perdidas. “Cuentos de la luna pálida” (Ugetsu monogatari) era una reflexión sobre el impacto de la guerra en la gente, ambientada en el siglo XVI –cuando las guerras civiles asolaban Japón- a través de cuatro personajes. Un alfarero, llamado Genjuro, pretende enriquecerse gracias a las circunstancias; una avaricia que no compartía su mujer, Miyagi. Junto a estos, se desarrollaba la vida de otra pareja, la de un campesino, Topei, que pretendía convertirse en samurái, mientras su esposa, Ohama, prefería el dinero a la posición social.

Uno de los guionistas de esta maravillosa película, Yoshikata Yoda, decía que Mizoguchi no estaba contento con el resultado final, aunque nunca lo argumentase y la sometía a un proceso de depuración constante, que sería habitual en su trabajo posterior (sin alejarse demasiado lo que vemos, en otra de sus maravillas, El intendente Sansho, justo del año siguiente). Con esta historia –en definitiva, un cuento de fantasmas- alcanza una de sus cotas insuperables en un año, 1953, en el cual otro de los grandes cineastas –Yasuhiro Ozu- dirigía su obra maestra: Cuentos de Tokio.

Una de las ideas más llamativas es la forma de fusionar lo fantástico y lo real, desde la secuencia que se desarrolla en un lago, cuando los personajes se trasladan a la ciudad para vender las piezas de cerámica, a la última, en la que la hija de Genjuro coloca comida frente a la tumba de su madre. De esta forma,  emplea una serie de imágenes, para plasmar la amenaza fantasmal que flota en el ambiente y la bélica, que se oye a lo lejos.

Basada en una serie relatos de Ueda Akinari (Cuentos de la luna y lluvia) –escritor de la Era Edo- (Ugetsu significa “luna tras la lluvia”) y en otro del escritor francés Guy de Montpansatt, Mizoguchi los lleva a su terreno, aunque comparten con ellos un mismo interés final: la fatalidad que conduce la ambición y la capacidad de perdonar. En “Cuentos de la luna pálida”, cuando Genjuro regresa finalmente a su hogar, tras ser liberado del conjuro fantasmal de la princesa Wasaka, su mujer no le hace ningún reproche. Ella también es un fantasma que ha permanecido ese día en la casa familiar con la idea de recibirle, para ofrecerle sake a su marido. En la última secuencia, vemos cómo la hija de ambos –Genjuro y Miyagi- deposita un cuenco con arroz sobre la tumba de su madre, para luego llevar al espectador al valle con un impresionante movimiento de grúa.

 A pesar de que los protagonistas sean los dos campesinos, es curioso que el nombre que encabeza el reparto sea el de Machiko Kyô, la actriz que interpreta a esa princesa fantasma, el alma en pena que recorre el mundo en compañía de una nodriza. Se refleja en el rostro de Wasaka, la impertérrita expresión de su rostro, que recuerda a las máscaras del teatro Nô, junto con las cejas afeitadas y pintadas, rasgo característico de las viudas; una misteriosa mujer que aparece en la secuencia del lago y de la que se enamorará el personaje del alfarero.

Habría que indicar que en muchas de las tradiciones japonesas, los fantasmas son mujeres con un insaciable apetito sexual, pues se entiende que ésta necesite de una relación sexual con un hombre para seguir viviendo. Así es, por ejemplo, la figura del “Onyro”, el fantasma femenino en el teatro Kabuki. El cine de terror japonés subvirtió esta idea, aunque fuese recurrente la presencia de una mujer fantasmal, siendo esta película de Mizoguchi unas de las influencias del horror sobrenatural de todo un género que iniciase Ringu (El círculo).

Ugetsu Monogatari (Cuentos de Luna Pálida) • Museo Provincial de ...

Un cambio de era.

El ejército norteamericano ocupó el país desde la rendición en la Segunda Guerra Mundial y durante siete años, en lo que respecta al cine, Estados Unidos no sólo impuso el estilo de Hollywood sino que prohibió un género tan popular como los fidei-geki, es decir, el de samuráis, y confiscó y destruyó más de medio millar de películas japonesas. Sin embargo, los americanos permitieron a una serie de directores continuar con su carrera, entre los cuales se encontraba Kenzi Mizoguchi.

La década de los cincuenta sería uno de los momentos más intensos de este cineasta, pues en esa época rodó algunos de sus mejores trabajos como Vida de Oharu, mujer galante; El intendente Sancho o Los amantes crucificados. Mientras que Ugetsu, resultó ser revolucionaria por el contexto en que se gestó pues en 1952, ya se habían marchado los norteamericanos del país y precisamente “Los cuentos de la luna pálida” fue una de las primeras películas que se rodaron en “libertad” y eso se notaba, y mucho. Mizoguchi despliega una creatividad que veía coartada desde hacía muchos años. Eso sí, el carácter del cineasta le situaba en un punto intermedio entre el progresismo de Akira Kurosawa y el conservadurismo de Yasuhiro Ozu.

Uno de los aspectos temáticos que dan relevancia al director es el tratamiento que dedica a la mujer, en un país en donde su consideración social no había evolucionado demasiado desde los tiempos medievales. Esta decisión está marcada por su propia infancia y por su relación con la familia. El carácter brutal que su padre ejercía en casa, sobre todo contra su mujer, hizo que en muchas de sus películas la codicia, la ambición y la maldad se asociasen con el sexo masculino. Por otra parte, también quedó muy marcado por su hermana mayor, Suzuko,  quien habría ingresado en una okiya –una escuela de geishas- vendida, en su niñez.  Como consecuencia, la mirada comprensiva de Mizoguchi solía mostrarnos a las mujeres como víctimas de la ambición de sus maridos, un ejemplo que encontramos en Ugetsu.

Un estilo propio de “japonesidad”.

Mizoguchi quiso conferir a su cine un estilo y un ritmo que fuese identificable con la esencia japonesa y en una gran parte lo logró, aunque igualmente hizo de ésta una película única. Mizoguchi hace gala de unos recursos visuales que convierten la película en una obra maestra única, por ejemplo, recurre a una fotografía poco contrastada para que los rostros no estén bien definidos, lo que también consigue introduciendo unos primeros planos –una novedad en cuanto a su cine anterior-; habría que observar que la gran preferencia técnica de Mizoguchi son los planos secuencias. Otra escena interesante, en este aspecto, es la del baño: a través de unos encadenados, nos trasladan a diferentes situaciones oníricas. Escenas encadenadas que tomaron el nombre de “planos pergamino” porque recordaba a los “emaki-mono”, es decir, las pinturas en rollos de pergamino del arte tradicional japonés.

Sin embargo, tan importante es lo visual –la puesta de escena y los movimientos de cámara, pausados y amplios- como el uso del sonido en su cine. Sin llegar al tratamiento sonoro de “El intendente Sansho”, donde agua-elemento habitual que alude a la muerte y el reencuentro- o la música tradicional son partes protagonistas; o al de “Los amantes crucificados” (1955) –con una creativa conexión entre la música, los sonidos y las palabras- Ugetsu refuerza lo real y lo fantástico, lo cotidiano y lo fantasmal, con una destacada combinación entre lo sonoro y lo visual.

 A pesar de que Akira Kurosawa admiraba a Mizoguchi, al director de “Los siete samuráis” le resultó imperfecta el tratamiento del mundo del bushi (la guerra), pero más allá de esta anécdota, la verdad es que Ugetsu monogatari fue una de las obras maestras del cine japonés que compartió destino y curiosidad con “Rashomon” (A. Kurosawa, 1950). Ambos títulos serían los primeros films japoneses que lograron alzarse con el mayor reconocimiento en el Festival de Venecia, a pesar del poco reconocimiento tanto de la crítica como de la industria de su país; es más, en ambos casos la Academia japonesa apostaba tan poco por el éxito que ni siquiera anunciaron a Kurosawa y a Mizoguchi que sus respectivos trabajos competían en dicho Festival de cine. “Cuentos de la luna pálida” se alzó con el León de Plata al mejor director, ex aequo porque se premió también a Marcel Carné por Teresa Ranquin, y estuvo nominada a los Oscars, en la categoría de mejor vestuario.

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