Hollywood es una industria conservadora que prefiere recuperar un universo conocido, que haya demostrado un éxito comercial, que arriesgarse a contar una historia nueva que pueda quedarse en nada. Es decir, las narrativas seriales de las franquicias y los remakes son la gasolina de la Meca del Cine. Pero no todas las adaptaciones son innecesarias porque grandes remakes fueron “Los siete magníficos” (John Sturgues) de “Los siete samuráis”; “La cosa” (John Carpenter) de “The Thing… from another world”, (Christian Niby) o el “Ben-Hur” de William Wyler.
Nadie niega que la película se recuerda sobre todo por una espectacular escena, la famosa carrera de cuadrigas entre Ben-Hur, el príncipe de Judea, y Messala, el tribuno romano, que curiosamente no fue rodada por su director. Necesitaron de cinco meses parar rodar esa secuencia, que luego representaría 40 minutos de metraje.
“Ben-Hur” contaba con tres equipos de cámara.

Wyler y Robert Surtees estuvieron al frente de la primera unidad, fotografiando la mayoría de los interiores. El director Andrew Marton y el cameraman Piero Portalupi encabezaron la segunda unidad, que se concentraron en filmar la secuencia de la carrera de cuadrigas. Uno de los ayudantes de cámara fue Sergio Leone. La tercera unidad estuvo a cargo del cineasta Richard Thorpe y del director de fotografía Harold Wellman. Esta unidad fotografió las escenas que se desarrollaban en las galeras.
Sin embargo, la película no depende del puro espectáculo. La relación familiar entre Ben-Hur y su madre y su hermana; su conmovedor romance con Esther, una sirvienta de la casa de Hur; su admiración por el cónsul Quinto Arrio, su vinculación con el jeque Ilderim o su odio por Messala, su amigo de la infancia que se convirtió en su enemigo mortal. Y frente a todos estos conflictos personales, el tema del nacimiento y crucifixión de Cristo. La diferencia entre “Ben Hur” y otros espectáculos bíblicos es la forma que han representado a los personajes. No son sólo peones que recitan sus diálogos para llenar los decorados, sino que despiertan emociones en el espectador.
Intrahistoria de un clásico.
Todo parte de Lew Wallace, un general de la Unión que habría participado en la Guerra Civil y quien escribió la novela bajo la inspiración de una ferviente fe, llegando a convertirse en el mayor éxito editorial de los Estados Unidos hasta que Margarett Mitchel publicó “Lo que el viento se llevó” en 1936. Curiosamente su adaptación por la MGM se convirtió en la reina de las superproducciones de la “major” hasta “Ben-Hur”. La novela de Wallace se atascó en la conciencia estadounidense, cuando quiso adaptarse al cine. El punto conflictivo era precisamente la presencia de Cristo, porque Wallace consideraba una blasfemia que apareciese en medio de la pompa del circo romano. En 1907 se filmó la primera versión, diez años después de la muerte del autor, un pequeño film de apenas 10 minutos; luego llegó la adaptación de Fred Niblo (1925) y la tercera de William Wyler (1959).
El film fue una de las más taquilleras de la historia y con el palmarés más glorioso (11 estatuillas) hasta que llegó “Titanic”; es verdad que en 1960 no habría tantas categorías en los Oscars (por ejemplo, entonces no existía el Oscar al mejor maquillaje y peluquería). Pero la película no tuvo un parto fácil. Hubo un gran baile de actores, desde Marlon Brandon hasta Paul Newman, que no quiso saber nada de un péplum por su desastroso recuerdo de “El cáliz de plata”, e incluso William Wyler no fue la primera opción, sino un desconocido Sidney Frankling. Y hasta se empezó a rodar en Egipto e Israel. Pero entonces, la televisión imprimía una gran presión y la MGM estaba arruinada.
Era la época del Cinemascope y de los pemplums de los años 50. Los libros insisten en que “La túnica sagrada” (1953) fue la primera película producida con el sistema de Cinemascope. Pero eso no es cierto. La primera fue “Cómo casarse con un millonario” (Jean Negulesco), unos meses antes y producida por la misma major, la Fox, que decidió adelantar la de Henry Koster por una cuestión meramente comercial: la productora consideraba que la epopeya religiosa sería una declaración más grandiosa que aquella historia de tres solteras buscando marido. Un acierto absoluto: el péplum sería el género predilecto de las grandes superproducciones de la época y toda gran productora se lanzó a producir una historia sagrada “bigger than life”.

Pero la MGM no podía permitirse muchos gastos. En ese ínterin, su principal preocupación sería su cabecera, el famoso León de la Metro (que surge en 1957). Pero entonces, la Paramont produjo una superproducción que hizo cambiarlo todo: “Los diez mandamientos” y los jefes de la MGM vieron que esa era la película a batir. Ficharon a la estrella de la película, Charlton Heston, y el productor Samuel Zimbalist (que falleció durante el rodaje) convenció a William Wyler para que lo dirigiese. Eso sí, a cambio de una serie de condiciones: Entre ellas, modificar el guión. Para eso contrató al dramaturgo Christopher Fry para reescribir los diálogos y al historiador Gore Vidal. Sin embargo, sólo quedó acreditado el guionista original (Karl Thurberg) lo que provocó el enfado de Wyler y que quedase empañada la nominación como mejor guión en los Oscars. Las malas lenguas dicen que la tormenta que desató el director hizo que “Ben-Hur” no lograse las 12 estatuillas con las que soñaban sus productores y que la habría situado a la cabeza de la historia del cine.