«Esta guerra acabará de una única forma, con el último soldado que quede en pie».
En “Gallipolli” (Peter Weir), Archy (Mark Lee) y Frank (Mel Gibson), son dos velocistas de élite australianos que avanzan penosamente por el desierto con tal de llegar a tiempo para alistarse y servir a su país. La conversación entre ellos sugiere el arco de muchas películas ambientadas en guerras: jóvenes ingenuos ansiosos por servir a la patria y así embarcarse en la gran aventura de sus vidas. Confusión sobre por qué se está librando la guerra y, por fin, el terror absoluto en las trincheras y la desilusión sobre lo que les pidieron, sin entender cómo esa carnicería lograría hacer del mundo un lugar mejor. En la escena final, Frank debe llevar un mensaje del alto mando que evite un último ataque en donde participa su amigo.
Esto que acabamos de comentar formaría parte de «1917«, película que se inicia en un tranquilo prado de Francia el 6 de abril de 1917 y la quietud de este plano inicial se rompe una vez que la cámara se mueve para mostrarnos a dos soldados, descansando. El cabo Lance Blake (Dean-Charles Champan) y el soldado Shophiel (George Mackay) reciben nuevas órdenes; el general, interpretado por Colin Firch, les envía a través de las líneas enemigas con tal de evitar que otro regimiento vaya directo a una trampa. El general los elige porque el hermano de uno de ellos forma parte de los 1600 soldados que están a punto de verse atrapado entre el fuego enemigo y cita a Rudyard Kipling: “Bajando a Gehenna o subiendo hasta el trono, viaja más rápido y viaja solo”, con tal de explicarles la misión.
En esta cita encontramos el sentido de la película. En primer lugar, porque la fecha es simbólica porque ese día fue cuando entraron los Estados Unidos en la guerra, pero sobre todo porque «1917» está dedicado al abuelo del director -que fue enviado en misiones, llevando mensajes entre regimientos-.


Un gran logro técnico al servicio de una gran película.
Es inusual, pero cada vez más frecuente, que una crítica se centre en un recurso visual como es el plano-secuencia. “1917” resulta muy superior a un film sobre otro conflicto bélico -estrenado recientemente-: “Midway” (Roland Emmerich), que, siendo justos, tenía en el trabajo de cámara su mayor aportación. Eso sí, la del alemán parecería tan ruidosa como si un elefante con LSD estuviera atrapado en una cacharrería mientras que la de Sam Mendes, una sinfonía resuelta por los mejores intérpretes, gracias a la ilusión del plano continuo cuyo efecto es inmersivo en los espectadores.
La técnica de la toma única crea un fascinante efecto teatral: la espectacular hazaña de dos soldados moviéndose por un espacio de forma ininterrumpida, en la cual Mendes nos muestra lo que ven estos soldados y a veces hace girar la cámara para que podamos verlos. Una odisea agotadora en donde lo fundamental es la atmósfera que se logra, a través de ese paisaje casi postapocalíptico que se recorre como si de un mal sueño se tratase -los tocones de los árboles, los cráteres de obuses, los cadáveres, las ratas-, para luego abrirse paso hacia las líneas alemanas. Las escenas entre trincheras parecen recordar los travellings de Senderos de gloria, mientras que su evolución a Apocalipsis now, con esa línea de diálogo: “¿Dónde está tu oficial al mando?” dirigida a sus camaradas aterrorizados, similar a la escena que se lleva a cabo en el puente de Do-Lung.
Sam Mendes pretendía hacer con 1917 una película sobre la Primera Guerra con el ritmo de la Segunda, y realmente es loable el logro técnico alcanzando por su equipo (Roger Deakins). Pensemos, por ejemplo, en la apertura de “Sed de mal” (Orson Welles), una maravilla absoluta. Pero gracias a este “truco” de Russell Metty se lograba presentarnos a los personajes de una forma eficiente y rápida. En comparación con “1917”, Sam Mendes está pidiendo a sus espectadores que sean testigos de un inmenso escaparate de parque temático.
