Hace cien años, el 20 de enero de 1917, nacía Federico Fellini. Un hombre que nunca dejó de ser un niño y que, en su obsesión por expandir esa niñez, puebla sus películas de sus propias fantasías y sueños, inaugurando un cine difícil de definir entre introspectivo y psicoanalítico, tan personal que convirtió su apellido en adjetivo.Pero, ¿sabríamos decir en qué consiste lo felliniano?
Nació en Rímini aunque no estaría destinado a permanecer mucho tiempo allí, porque hizo lo que todo provinciano de Italia solía hacer: mudarse a Roma para triunfar. Su vida bohemia “a la romana” la trasladó a un guión que nunca pudo ser rodado, “Moraldo en la ciudad”, saliendo adelante como pudo, haciendo un poco de todo. Resultaría sorprendente recordar que el cineasta que vapuleó la realidad aprendió el oficio de manos de los padres del Neorrealismo, cuando se presentó en la oficina de la revista Marco Aurelio -donde trabajaba- Rosellini. El director le buscaba para que pudiera convencer a un amigo suyo, Aldo Fabrizi, para que protagonizase su próxima película: “Roma, ciudad abierta”. El actor puso una condición: participaría sí Fellini colaboraba en la escritura del guión.

Así comenzó su andadura en el cine y lo que para otros sería una ocupación más, para Fellini un aspecto que ocuparía todas las facetas de la vida. Hasta descubrir que su estado de felicidad era el de estar en un rodaje. Un deseo no muy distinto al del resto de los cineastas, pero a diferencia de muchos de ellos, Fellini era realmente el rey en sus dominios, uno en donde el director sería la estrella.
Son muchos los que se han sentido identificados con su cine: Martin Scorsese, Terry Guillian, Emir Kusturica o Paolo Sorrentino, pero su estilo sería único. Único como su propio universo en donde tienen lugar la vida, vista como un circo, con el carácter lúdico de las rutinas diarias; la iconografía caricaturesca de la religión, los escenarios imposibles y las situaciones que no sabríamos definir, porque como el propio Fellini diría: “su cine está pensado para verse, pero no para entenderse”.Es más, ese carnaval surrealista, con una incisiva crítica social, superaba muchas veces lo puramente cinematográfico. En una ocasión, Fellini publicó un anuncio en un periódico: “Federico está listo para atender a todos aquellos que quieren verle”. Luego, alquilaba una oficina y esperaba a que fuese la gente. “Todo idiota en Roma vino a verme”, llegaría a decir, “incluida la policía”.
Sus películas más características parecían estar hechas sin un hilo narrativo, saltando de la realidad al sueño, para seguir las tribulaciones de unos personajes que a todas luces serían alter egos del propio director. En muchas de ellas encuentras la figura de un hombre atrapado entre el cielo y la tierra (La Dolce Vita comienza con una estatua de Jesús suspendida de un helicóptero; mientras que en 8 y medio, Mastroiani flota en el cielo, atado a la tierra). También hay niños, desfiles, procesiones, payasos, la triste melancolía del espacio vacío al amanecer cuando el circo ha pasado, y música. Mucha música. Las melodías solían ser literales en sus películas. Al igual que muchos cineastas italianos de su época, Fellini sincronizada los diálogos, por lo que no le importaba mucho cómo sus actores dijeran sus líneas, pues a menudo un fonógrafo o una orquesta se encontraba en el set en el mismo momento del rodaje. Así su cine sería un baile interrumpido por diálogos, sucesos y comidas.

Un cariñoso amor por sus personajes.
Fellini nunca tuvo hijos biológicos, pero sí contaba con una gran familia cinematográfica que muchos nacieron de su imaginación durante sus largas estancias en el hotel Flora de Roma, el hotel de “La Dolce Vita”, bocetos que Mel Gibson quiso comprar aunque se encontró con la negativa de su propietario –Ginnani Bruceleri- el fotógrafo escénico de las películas de Fellini.
Algunos de estos personajes se vinculaban con la miseria de la Italia de su época como los holgazanes de los cincuenta o las prostitutas de buen corazón. Más allá del carácter excéntrico que daba Fellini a sus criaturas, se desprende una ternura que le emparenta con Chaplin. Pero el cineasta fue capaz de mucho más, de lograr influir en la cultura popular. Quizás el caso más llamativo sea el de Paparazzo que dejó su huella en el oficio de esos plumillas de la prensa rosa.

Marcelo Mastroiani fue su alter ego masculino favorito, llegando el actor a colocarse el sombrero como lo hacía el director antes de entrar al set de rodaje, mientras que la “mujer”, Giuleta Masina. Desde que se conocieron en un programa de radio, la convirtió tanto en su esposa como su principal musa, siendo su rostro redondeado con esas cejas rectas el icono de personajes legendarios como el de la chica pobre, Gelsomina, vendida a un forzudo de circo, o la prostituta de buen corazón, llamada Cabiria. La presencia de la mujer sería un leitmotiv que se repite en su cine. Sería el centro de sus obsesiones, destinado Fellini a domesticar su propio harem a través de sus películas. Y curiosamente muchas de las pulsiones sexuales las vincula con la niñez. El cineasta convirtió en personaje un recuerdo de la infancia, cuando se fugó de casa, siendo niño, para unirse a un circo y descubrir a una mujer exuberante que vivía en una playa. Para Fellini la mujer representaba todos los estados posibles: la ternura, la tentación, la fidelidad de una esposa, el adulterio o el horror, como el que sintió Pepino de Filippo ante las absurdas proporciones de Anita Ekber saliendo del marco del póster en La tentación del doctor Antonio (su contribución en el film colectivo Bocaccio`70). Si hay algo tan felliniano en su cine es la cabalgata de mujeres que el cineasta luce en sus películas, muchas de ellas con tan definido aspecto que algunas veces le obligó a usar prótesis para facilitar las generosas proporciones que requiere su particular imaginación.
Pero, aun quedaría saber lo importante, en qué consiste lo felliniano. Una tarea demasiado extensa y compleja para definirla en estas pocas líneas. Pero pongamos un ejemplo con la secuencia de una película. En una de las más famosas escenas de “Matrix”, a Neo le ofrecían dos píldoras -una que le mantenía en la fantástica ilusión de la “realidad” y otra que le mostraba sin filtros el acceso al desierto de lo Real- pero ¿qué pasaría si le ofreciesen una tercera píldora, que demostrase la realidad en la fantasía? Esta sería la píldora que forma parte del trabajo de Fellini. “No puedo evitar sentir”, afirmó en alguna ocasión, “que la verdadera Vía Véneto es la que está en el Estudio Cinco [en los Estudios Cinecité]”.