Cuentan los mentideros que Kubrick y Ken Russell tuvieron una relación, cinematográficamente hablando. Ese cineasta que fue en su día el epítome de enfant terrible, un autor fuera de los dictados culturales de su época a base de un cine que cedía a las pulsiones sexuales. Sobre todo en esa película que cumple sus setenta años en 2019, la controvertida pero aclamada adaptación de DH Lwarence (“Women in love”, 1969), que pudo haber tenido un título más apropiado: Hombres enamorados. Si bien es verdad que la película aparece como una reflexión del amor entre dos hombres y dos mujeres, quiere destacar el amor entre dos hombres como amigos. De hecho, el film de Russell sería el que rompió con el tabú del desnudo frontal masculino, en una escena que no dejó indiferente a nadie: una lucha entre Alan Bates y Oliver Reed desnudos, en un salón a oscuras, con la chimenea como única iluminación.
Nos situamos en el pueblo minero de Beldover, en los años 20, en donde dos hermanas esperan que ocurra algo emocionante. Esto sucederá durante una boda en el seno de los magnates mineros locales, en la que las hermanas se enamorarán de dos de los invitados, una de esas parejas se casarían y los cuatro pasarán unas vacaciones en los Alpes que les cambiaría la vida.
“Women in love” traza profundas hondas hacia la emancipación de la mujer, el arte de vanguardia y el pensamiento libre que alcanzan a esa clase social representada por Rupert (Alan Bates), el centro de la historia, abordando las relaciones con su mejor amigo (Gerald, Oliver Reed) y con la mujer con que finalmente se casará Úrsula (Jenni Linden) aunque la Academia quiso premiar con el Oscar a Glenda Jackson (Gudru), un espíritu libre, en lo que resulta –a todas luces- un papel secundario del film.

Cuando Russell se encontró con Lwarence.
A este director británico, forjado en la televisión y en la fotografía, le cayó en sus manos una novela del escritor que marcaría buena parte de su cine, pues Russell adaptó tres textos de DH Lwarence. Un controvertido autor inglés que solía escribir sobre las pulsiones sexuales en ambientes de cambios culturales con la deshumanización de la modernidad, como trasfondo.
Un pícaro Alan Bates, recién salido de su única nominación al Oscar por “Thefixer” (1968), sería un coqueto alter ego del autor. Barbudo como Lwarence, pone voz al pensamiento del escritor. Cuando comenzó a escribir en las postrimerías de la Primera Guerra Mundial, Inglaterra era un país en donde la estratificación social lo era todo. Todo dependía de quien fuesen tus padres y cuál fuera tu acento; es decir, de la cuna. Pero en dos novelas “El arco iris” y en su secuela “Mujeres enamoradas” quiso cambiar el destino de la sociedad, a través de dos heroínas modernas y desafiantes, dispuestas a mostrar los sentimientos sexuales tal y como hacían los hombres. Sus obras no tenían un componente “erótico”, tal y como entendemos la palabra, pero fueron censuradas por la moral de la época, obsesionada por poner cotos al campo, y resultaron tan provocadoras como sería “El amante de Lady Chatterley”.


En retrospectiva, Mujeres enamoradas es una de las películas más reservadas estéticamente del director, a pesar de la gran fotografía de Billy Williams, que destaca sobre todo por sus personajes. Podríamos quedarnos con Glenda Jackson, quien ganó el primero de sus dos Oscar (y sería la primera de las cinco películas a las órdenes de Russell) antes de abandonar la interpretación por la política, llegando formar parte del Parlamento Británico. Su personaje estará marcado por su carácter, desde el propio nombre. En una escena, explica a Gerarld, el origen de este: “En un mito nórdico, Gudrun fue una mujer pecadora que mató a su esposo”. Pero sobre ella, me gustaría destacar a la pareja masculina, y dentro de ésta, a Oliver Reed (que volvería a trabajar con Russell, en su obra maestra –The Devils-), sensacional como Gerarl Crich, el vástago malhumorado de un magnate de la minería del carbón. Éste, actualiza las minas de su padre para garantizar el máximo beneficio posible, a través de la explotación de sus trabajadores, pero sobre todo gracias a las modernas tecnologías (Thomas Crich señala a su hijo que pronto habrá pocos trabajadores a los que pagar cuando se hagan cargo las “nuevas máquinas”). Pero como indica Gerald, las barreras de la sociedad se están rompiendo, lo que permite que dos hermanas de la clase trabajadora se enamoren de dos jóvenes, inclinados hacia la aristocracia, aunque cada uno de ellos profesase el amor de forma distinta. Sobre todo, cuando la película deja claro su postura en cuanto al “amor” de los dos hombres protagonistas.
Ken Russell, casado en cuatro ocasiones, fue uno de los directores británicos que -no siendo homosexual- mejor exhibió en su cine a personajes torturados y conflictivos por la homosexualidad. Podría recordar las películas sobre Tchaikovski “The Music Lovers «(1970), Rudolph Valentino, “Valentino” (1977) y esta que estamos comentando. Adaptaba una novela de Lwarence, escritor marcadamente bisexual, por el guionista Larry Kramer, gran actividad contra la promiscuidad gay en los años del Sida. Igualmente la película reflexiona sobre el matrimonio (más concretamente sobre su “fracaso”) desde la primera secuencia: las hermanas Brangween pasean por la calle, discutiendo sobre el matrimonio. Gudrun le pregunta a Úrsula si esta institución no es, como mínimo, una experiencia, a lo que responde: “Más bien es el final de la experiencia”, mientras ven a una pareja de recién casados, empujando un carrito de bebé.