“¡Demando una satisfacción!”: Kubrick y la Historia.

Durante diez años, Stanley Kubrick se habría centrado en tres ensayos sobre los efectos del presente en el futuro (“Dr. Stranlove”, “2001. Una odisea en el espacio” y “La naranja mecánica”) por lo que decidió trasladar la mirada al pasado, al siglo XVIII. Su idea fue recrear la historia de Napoleón Bonaparte en una epopeya tan faraónica que tanto los costes de producción como el fracaso de la fascinante “Waterloo” (Serguei Bordanchuck, 1970), le hicieron retrasar el proyecto. Sin embargo, Kubrick no estaba dispuesto a tirar todo el trabajo por la borda. Por esa misma razón, rechazó la oferta de dirigir “El exorcista”, en 1973 y en cambio se interesó por William Makepeace Thackeray. De hecho, “Barry Lyndon” no fue su primera opción, sino “La feria de las vanidades”, del mismo autor. Sólo cuando supo que habían rodado otras versiones de esta última, se decidió por fin.

Lo que sorprende, a día de hoy, no es el suntuoso diseño de producción de Ken Adam ni esos interiores pictóricos, a la luz de las velas, sino el particular ritmo, muy alejado de, digamos, el alegre mundo de “Tom Jones” (1963), de Tony Richardson.  La película no fue reconocida en su momento, siendo uno de los fracasos más grandes de 1975 y una de las perdedoras de los Oscars, a pesar de sus 4 estatuillas, porque el film polarizó a los espectadores. “Me gustó Barry Lyndon, pero era  como ir al Museo del Prado, sin comer”.  Fue lo que dijo Steven Spielberg, en una entrevista, publicada en Sight and Sound, en 1977.

Kubrick recurre a un material ajeno para luego reformular los géneros y así llevarlo a su propio terreno: acercarse a la conciencia humana, averiguar en qué consiste ser un hombre. De hecho, el film es un drama de época como “Full Metal Jacket”, una película de guerra o “2001, a spacy odyssey”, una de ciencia-ficción. En este caso, lo hace a través del personaje del título, un oportunista que busca la forma de llegar a la cima de la aristocracia británica, sin ni siquiera pestañear. Un Don Juan georgiano, con un dudoso historial bélico que resulta encantador e indiferente, aunque un simple rasguño a la superficie revele una personalidad mucho más compleja. Barry Lyndon fue interpretado por Ryan O´Neil, ¿demasiado Hollywood para el papel de un bribón irlandés? Kubrick habría preferido a Robert Redfort,  pero en realidad, el casting de O´Neil fue un golpe maestro; al igual que Malcom McDowell sería para “La naranja mecánica”.

Antes de lucir una figura triste en el papel de Lady Lyndon, Marisa Berenson habría trabajado para grandes directores como Bob Fosse o Luchino Visconti. Dentro de la narración abrumadora y omnipresente de Michael Horden (declamada en español, por José Luis López Vázquez), recuerdo un pasaje que describe la trascendencia de su personaje, “no mucho más importante que las elegantes alfombras y cuadros que forman el agradable trasfondo de su existencia”.

Podríamos destacar también algunos rostros habituales de Kubrick como Patrick Magee de “La naranja mecánica” o Phillip Stone, “El Resplandor”; la madre de Barry, Marie Kane, una venerada actriz que habría trabajado para John Huston, Roman Polanski o David Lean; o el tóxico reverendo Runt (Murray Melvin) que alimenta la histeria de Lady Lyndon. Pero, la gran estrella de la película es el propio Kubrick.

Un auténtico director-autor.

Ciertamente, “Barry Lyndon” es un ejemplo asombroso de la dirección autoral tanto en lo visual como en lo auditivo: las repetidas piezas de Häendel, Vivaldi o Shubert eran el contrapunto del uso que Kubrick dio de la Oda de la Alegría de Beethoven, su anterior película. De esta forma, pasaba del individualismo de “La naranja mecánica”, en cuanto a lo musical, a lo colectivo, a través de temas propios del folclore y la música clásica.

Lo más conocido de Barry Lyndon, sin embargo, es la fotografía, pero no por su composición simétrica- paradigma técnico de su cine-, sino sobre todo por su iluminación –casi siempre, luz natural-. Para ello contó con las famosas lentes Zeiss, de la NASA, para que pudiera rodar a la luz de las velas. Un juego de lentes con un focal de 50 mm y una apertura de f07;como consecuencia no tendría casi profundidad de campo, pero permitía rodar a una luz ínfima. El siguiente paso, fue incorporarlas a la cámara Mitchell con la que Kubrick pensaba rodar la película y contó con la ayuda del inventor Ed di Giulio que adaptó las lentes para el nuevo focal, de 35 mm., a los 50 de las Zeiss. Una vez superados los retos técnicos, el cameraman John Alcott podía iluminar los interiores a la luz de las velas. Esta fue la gran innovación de Kubrick, que ni siquiera pudo ser superado por Néstor Almendros en ese film de François Truffaut, “La habitación verde”.

Las batallas están rodadas con unos maravillosos travellings, aunque también recurre a grandes angulares y a la cámara al hombro (la escena del boxeo, tema recurrente en Kubrick). Pero uno de los aspectos que destaca en “Barry Lyndon”, es el zoom.  Kubrick supo sacar un gran partido del zoom. Uno de los recursos –el movimiento del objetivo de cámara- más vilipendiados del cine y que se cumple en la película con un sabor agridulce. Como le sucede a Godard con el travelling, el zoom de Kubrick es también una cuestión moral, como parte de un acompañamiento íntimo del personaje. Podríamos añadir, en este aspecto, que el zoom sería una de las grandes señas de identidad de otro destacado cineasta –que también dividió a la crítica- como fue Luchino Visconti, en “Muerte en Venecia”.

“¡Demando una satisfacción!”, serían esas las palabras que hagamos eco, hoy en día, una vez que revisamos esta sátira del Siglo de las Luces, la más kubrickiana de sus trece películas y, para quien escribe, la mejor de todas. “Barry Lyndon” supera su condición de cinta aburrida, glacial o lenta, por un completo friso de una época, deliciosa de ver y oír.

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